Desde mi ventana /
CARMEN HERAS

Hagamos frases cortas: «la realidad se desenvuelve día a día», o «la crisis que no acaba», o aquella tan contundente «esto ya no es lo que era» y estaremos dando una serie de expresiones que en un momento dado pueden marcan pautas para ser usadas en coloquios y tertulias.

Parece exigirlo la época, la cantidad de información que todos los días nos llega, la prisa con que vivimos, la rapidez con que una noticia se vuelve antigua o no preferente. Y así saltamos de aquí a allá, desde situaciones cercanas y locales a problemas de otros lugares alejados de nuestro entorno. De todo sabemos y de todo opinamos en esta sociedad participativa y democrática en la que nos ha tocado vivir.

Uno se sorprende diariamente de la vaguedad de muchos razonamientos oídos por ahí, de la contundencia de las afirmaciones de algunos, de la firmeza en el juicio hacia los otros, de como se deducen las ideas y las culpabilidades, incluso. De los liderazgos, de los acuerdos, de las amistades…

No vale demasiado el escandalizarse porque, llegados aquí y ahora, nadie osará reconocer que se equivoca o que trivializa cuestiones arduas solo entendibles por mentes privilegiadas. Hemos introducido a fuego en nuestro pensamiento la idea perfecta de que todos somos iguales y que por tanto nada nos es ajeno o se nos escapa. La excelencia o la capacidad son términos no demasiado discriminados.

Venimos además de una etapa de bienestar en la que tantas cosas conseguimos o nos fueron dadas, que es difícil hacerlas desaparecer de nuestro subconsciente. Para los más jóvenes esa etapa es la única conocida. Nada tiene que extrañar pues que los más lúcidos caminen desconcertados ante los cambios producidos porque sin duda una de nuestras piernas está todavía en la situación anterior y la otra en una radicalmente distinta que avanza rápidamente de la mano de quienes nos gobiernan.

La crisis ha trabajado bien en algunas cuestiones: en la simplificación de los conceptos, en la depauperación de lo importante, en la escasa apreciación de lo válido. El individualismo va por libre y no se atisban repulsivos en contra de la idiotez o del analfabetismo funcional que amenazan con extenderse si no lo remediamos entre todos.

Todos debiéramos ser más profesionales en lo nuestro y todos debiéramos participar en una ronda que busque decir las cosas por su nombre, llamar «pan al pan y vino al vino», que escuche a los verdaderos expertos, que no doblegue su intelecto ante el ahora considerado poderoso. Porque como nada dura demasiado, al final, eso y el sentido común será lo único que podrá salvarnos.

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