Historias de Plutón/
José A. Secas 

En su pequeña historia vital, atesoraba aquella fecha como la más memorable de entre todas las que había disfrutado en su ya larga vida. Rendía homenaje, año tras año, a ese recuerdo grabado en lo más profundo de su alma y paladeaba de nuevo todos los gratos sabores con los con se adornaba esa evocación. Echar la vista atrás para poner el foco en ese glorioso punto del calendario era todo un placer; casi un rito, al que llegaba, cada vez, con la misma ilusión de un niño el día de Reyes. Si, un tiempo perdido en las hojas arrancadas del almanaque de su existencia pero recuperado en toda su dimensión una vez cada año que llegaba.

Aparentemente cumplía con la rutina y el protocolo que requería su sesión diaria de meditación: se sentaba cómodo, con la espalda recta, ponía ambos pies en conexión con el suelo, colocaba con parsimonia en su regazo la mano izquierda sobre la derecha, cerraba los ojos e inclinaba levemente la mirada, oculta tras los párpados, para proyectarla a un punto más acá del horizonte, comenzaba a respirar lentamente y se concentraba en cómo entraba el aire y llenaba sus pulmones de vida y, sobre todo en cómo lo expulsaba, muy poco a poco, hasta vaciarse, en el penúltimo soplo, del penúltimo pensamiento. Entonces alcanzaba la calma en el vacío y descartaba con delicadeza cualquier producto del raciocinio, mientras arropaba el proceso, una y otra vez, con un mantra simple y arrullador y otra -muy lenta- exhalación más.

Echar la vista atrás para poner el foco en ese glorioso punto del calendario era todo un placer

Pero no; no meditaba. Solo ese día se permitía pensar. Pensaba -mejor, repensaba- y se regodeaba en las emociones y sensaciones que le traían sus vívidos recuerdos. Paladeaba con delectación, al compás del calmado ritmo de su respiración, cada instante mágico y vital y revivía, con intensidad y al detalle, cada segundo de aquel día que nunca se perdería, gracias a su recuerdo, en los confines del tiempo. Traía con sabiduría, desde el pasado al presente y solo una vez al año ese maravilloso día que justificaba su existencia y daba sentido a su vida; y lo hacía con consciencia y con tanto amor que conseguía superar la experiencia vital y la intensidad de vivir plenamente el momento presente, aportando un fragmento único del pasado. Solo ese día y solamente los veinte minutos de meditación.

Esa fecha para la memoria no fue un cumpleaños ni un día de Navidad de su infancia, tampoco el día que besó por primera vez, que amó por primera vez, que consagró su amor por primera vez o que vio nacer el fruto de su amor; no, no fue un día convencional enmarcado en la lista de tópicos de “el mejor día de mi vida”. En aquella mente a la deriva que flotaba como un corcho en el océano de la existencia, solo existía un día especial; único y digno de ser recordado para siempre jamás. Es una lástima que solo lo sepa él (y que no lo quiera revelar).

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