Revista Blanco y Negro

La amistad y la palabra
Enrique Silveira

En el año 2000, tras más de cien años de existencia, cesó definitivamente de publicarse la revista ‘Blanco y negro’ que había regalado todos los domingos a sus lectores un borbotón de cultura. La muerte de una revista en la que habían dejado su huella Emilia Pardo Bazán, Azorín o los hermanos Machado no debería dejar indiferente a nadie que se precie como lector, pero la vida sigue y ofrece alternativas que difuminan el recuerdo de tan insigne fuente de entretenimiento hasta hacerlo desaparecer.

Mi padre, incansable lector de prensa, nos habituó a llenar nuestro ocio con su lectura y nunca faltaban en casa publicaciones que se amontonaban hasta que la autoridad doméstica decidía que mejor descansaran definitivamente fuera de nuestro domicilio. Te convertías sin darte cuenta en seguidor de ciertas secciones y cada semana esperabas ávido el siguiente número que sin duda aportaría nuevas fascinaciones. A mí me resultaba particularmente sugestiva la denominada “Autorretrato” en la que el protagonista respondía a unas preguntas inalterables semana tras semana de manera manuscrita. Obtenías de esa forma información privilegiada sobre el personaje, pues no solo respondía a cuestiones que podían abrir su alma hasta dejarla expuesta, además lo hacía de su puño y letra y se sabe que no hay dos grafías idénticas, de forma que se ofrecían señas de identidad irrepetibles. La dirección del periódico, para oprobio de algunos, no aplicaba filtros correctores, luego si tu ortografía no era la adecuada, aparecían los gazapos con todo su esplendor. Algunos de los famosos que allí dieron a conocer sus interioridades no salieron bien parados, ya fuera por su manifiesta incultura, ya por lo inaceptable de sus opiniones; otros, sin embargo, emergían hasta la excelencia y apuntalaban su prestigio por su sabiduría y sentido común. El personaje que mejor regusto me dejó fue José Sacristán al que admiro desde hace mucho tiempo y con el que coincidí plenamente. Dos de las cuestiones interpelaban sobre las cualidades preferidas en el hombre y en la mujer. El veteranísimo e inigualable actor, fajado en la comedia setentera para luego deslumbrar cuando la escenificación pudo realizarse sin restricciones, no dudó: para ambos primero la bondad y después la inteligencia…solo que añadía la belleza en la mujer, a la que apreciaba admirar.

Fue Sócrates quien propuso al conocimiento como principal bien y a la ignorancia como el peor de los males

Fue Sócrates quien propuso al conocimiento como principal bien y a la ignorancia como el peor de los males. Claro, al sabio entre sabios no le faltaba razón y desde entonces se antoja indiscutible que la profusa instrucción mejora al ser humano y le invita a progresar. Huir del desconocimiento, de la oscuridad es un deber inexcusable, una responsabilidad moral a la que se encuentra ligado todo prójimo, si no quiere soportar la justa acusación de dilapidar un tesoro que se le otorgó sin tan siquiera pedirlo. Pero de nada sirve obtener una sublime erudición cuando albergas un alma turbia que no promueve más que el beneficio propio, aun a sabiendas de que perjudica al resto de los mortales. Anteponer un espíritu limpio a cualquier otra cualidad asegura la conveniencia y la longevidad de las relaciones.

Regocija coincidir con las apreciaciones de un personaje al que admiras; te hace sentir que tus argumentos se han hecho adultos. Ya hace tiempo de las confesiones del actor y todo ha cambiado, pero seguro que sus opiniones siguen inmutables, como las mías, aunque a algunas feministas les encantaría crucificarnos por ello.

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