El iceberg – Microrrelatos
Víctor M. Jiménez

Marisa enrojecía como un tomate cuando Antonio acudía cada mañana a la frutería. Él trataba de convencerse, frente al espejo y poniendo cara de patata, de que solo estaba muy bien y que aquella mujer tan bonita que le vendía con tanta amabilidad el colorido género le importaba un pimiento.

Era la época de naranjas y castañas y se vaticinaba el frío. Pero Marisa no estaba dispuesta a dejar pasar la oportunidad que adivinaba en los ojos color de uva de Antonio y le dio una patada a su timidez de limón, cosa que solo pasaba de higos a brevas. Prefería asumir el riesgo y que le dieran calabazas a pasar otro invierno sin una boca de fresa que catar.

El melón se abrió con cierta broma, algo subida de tono, sobre el tamaño de los plátanos que había escogido Antonio. Quedaron esa misma tarde para merendar la tarta de manzanas que él preparaba con una receta de su abuela.

Llegó la temporada de los melocotones maduros y ellos seguían disfrutando del sabor de las cerezas del Jerte. Ella sabía que el calendario terminaba pudriendo la fruta más jugosa; pero también conocía la forma de conservarla mucho tiempo, como hacía con las peras cuando las preparaba en almíbar y envasaba en tarros de cristal.

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