Desde mi ventana
Carmen Heras
Mi vecinita de cuarto, en la residencia universitaria, recibía todas las semanas un plum cake, recién hecho y horneado por la servidumbre de su casa. Dado que su habitáculo y el mío estaban enfrente, en el mismo pasillo, a un par de pasos de distancia, a veces ella me invitaba a probar el bizcocho. Estaba buenísimo.
Entre los recuerdos más domésticos de mi etapa universitaria surge este. Por el azúcar. También por su simbolismo social. A mí, procedente de una familia de gustos austeros, el que la niña, nacida en el mismo Neguri (Neguri es un barrio residencial del municipio de Getxo en Vizcaya; es el barrio al borde del mar, donde tradicionalmente ha residido la gran burguesía vasca) tuviera todas las semanas el dulce artesanal, me parecía el no va más de la sofisticación. Sépase que en aquellos años el plum cake (cuya procedencia es inglesa) no se vendía en (prácticamente) ninguna de las pastelerías del territorio patrio y mucho menos en cualquiera de las existentes en el corazón de Castilla. Es curioso, andando el tiempo, por casualidades de la vida, y como quiera que, por trabajo, tuviera yo mucho que ver con la Línea de la Concepción y el Campo de Gibraltar, llegué a comprar plum cake, muchas veces, en las pastelerías de la zona, donde su oferta estaba ampliamente influída por la “pérfida Albión”. Y para mí dejó de ser un rasgo de abundancia. Y de élite. Justicia poética, diríamos, jajaja.
Pienso en ello y en cuanto ha cambiado todo. La globalización y los avances tecnológicos en cualquier tierra ‘civilizada’ nos acercan a los demás y a nuestros gustos en una gama altamente igualitaria que, en la apariencia, nos nivela a todos en recursos, aficiones y otras “gaitas”, hasta la saciedad. O al menos eso creemos o queremos creer. Hoy (casi) todo el mundo, en nuestro entorno, disfruta de un serie de recursos, oportunidades, relaciones, etc, que permiten observarnos de igual a igual, presumir de ocios comunes, establecer una especie de camaradería con los semejantes, copiar los gustos de los refinados en cuanto a eventos se refiere, educarse (casi) en idénticos sitios, ir a la misma sanidad…
Y puesto que ya hemos conseguido (casi) el sumo en cuanto se refiere (pongamos por caso) a zapatillas deportivas, ropa y bolsos de marca, junto a toda la retahíla del resto de accesorios que portamos (algo que nos permite mirar sin complejos visibles a los otros, desde su misma “altura social”, esa que tiene cualquier influencer) nos sentimos tan optimistas que ya ni siquiera sentimos rebeldía porque la poca que (a veces) aún desprendemos, la invertimos en causas pequeñitas y unitarias. O con anteojos graduados de perspectiva corta e individualista. Interesada. Para grupos que no siempre tienen su razón de ser en problemas reales y cuyos conflictos se exageran como una forma de estar siempre presentes en la óptica colectiva. Aunque sean falsos, en un creciente porcentaje.
Y ya puestos a ello parecemos creer que los avances de nuestra sociedad serán irreversibles y que no vale la pena parar un rato para cerciorarnos de que siguen ahí o de que pueden perderse en esta liviandad de afectos y objetivos de la que disfrutamos. De tanto impostar hacia afuera, hemos adquirido el hábito de impostarnos a nosotros mismos, personajes todos de un drama cuyo decorado no es solo nuestro, pero en el que intervenimos, por acción u omisión, de contínuo. Ya lo dijo Epicteto, el filósofo estoico en su “Enquiridión” (“eres un actor… y lo tuyo es representar bien el personaje que se te ha asignado…”