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Reflexiones de un tenor /
ALONSO TORRES

Así que supe que me iría más pronto que tarde de aquello que a mí siempre me pareció (y me parece) un paraíso, las tierras de San Estanislao. Lo que no tenía muy claro es a dónde iría, ya que mi padre, en su claridad, ordenaba el ingreso en los Ulanos o en la carrera diplomática, pero nada dijo sobre La Armada, y ese era el cuerpo del ejército que a mí más me gustaba. Claro que me gustaba porque nunca había visto el mar, solo lo conocía gracias a un grabado que tenía mi padre en su despacho, <<Moisés separando las aguas del Mar Rojo>> (“¡del Mar Rojo!”, exclamaba lleno de terror); en postales que traían amigos y visitantes de la familia, como presente y detalle hacia el heredero, mi persona (siempre estaba preguntando por el mar, y por el océano, que me parecía, ya, el culmen de los cúlmenes; “¡el océano!”, gritaba cuando perseguía a mis hermanas pequeñas y quería infundirles miedo); y en un cuadro que estaba en el gabinete de mi madre. Representaba este, “una marina”, como ella decía en un tono misterioso y susurrante al preguntarle yo por el título del lienzo; “una marina… naaaaada menos”, remataba yo la frase, en silencio.

Yo era el heredero de una estirpe que más tarde supe estaba destinada a extinguirse

Cuando por vez primera divisé el mar, iba en el pescante llevando las riendas, eso sí, bajo la atenta mirada del cochero, del primero de los carromatos que conformaban el pequeño convoy que mi familia organizaba para nuestros raros y escasos desplazamientos, entonces, la serpenteante carretera que conduce al balneario marino de Yarnayh, a donde nos dirigíamos a tomar los baños de olas, tan novedosos por entonces, me dejó ver apenas un instante, por entre el ramaje de los frondosos pinos y cedros, el mar, y este me pareció tan inmenso, tan inhumano, tan irreal, que me dije a mí mismo, “ulanos, muchacho, vas a alistarte en los ulanos, sin duda”, y decidí también, en ese mismo momento, que no aprendería nunca a nadar. Por otra parte, desde siempre, y sin habérselo dicho jamás a mi progenitor, el cuerpo diplomático me parecía una ignominia para mis apellidos; yo era el heredero de una estirpe que más tarde supe estaba destinada a extinguirse, y lo haría, eso también lo descubrí después, a la manera que dijera Rilke, calladamente (¿quién habla de triunfo cuando de lo que se trata es de resistir?), porque no es lo mismo ahogarse que nadar hasta la extenuación, hundirse, y desaparecer (eso sí, habiendo cumplido para con el deber, y tras algún hecho maravilloso, heroico e inútil).

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