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Reflexiones de un tenor /
ALONSO TORRES

Se habían estabilizado los frentes, si es que puede hablarse de estabilidad en la guerra, ese monstruo que todo lo muda, permuta y cambia, y habíamos ido, de esto hacía ya algunos meses (ahora nos aburríamos en nuestros cuarteles de campaña), ganando palmo a palmo el terreno que estaba en liza, y que además era nuestro, o por lo menos había sido nuestro históricamente hablando (dos monarcas, primos hermanos, discutían por unas fronteras que solo estaban en su mente), y debíamos dirigirnos, los del Regimiento nº 25 de Ulanos, “Los Inmortales”, tras la toma de diversas localidades (grandes, pequeñas, e incluso varias capitales de distrito), hacia Cherwolishj, donde nos esperaba el grueso de nuestro ejército: la caballería (impaciente, como siempre, de entrar en combate); la intendencia (los romanos enseñaron al mundo la importancia de la misma); la infantería, tan sufrida y con todos aquellos chicos jóvenes que al pasar nosotros sobre nuestras bien alimentadas monturas (por no utilizar el termino de “briosos corceles”, pues pareciera arcaico) nos miraban, diría yo, que con una inquina nada disimulada; los ingenieros con sus planos y mapas; y la ruidosa pero necesaria artillería, y una vez allí, todos juntos, marchar sobre la última ciudad ocupada por las tropas y fuerzas enemigas.

Ese año, por culpa de las batallas, los desplazamientos, los percances y las lides… “la guerra”, como dijo Heráclito, “es padre y madre de todos”, no habíamos previsto la recogida de tan preciadas flores

Un asunto retrasó nuestra partida y el emperador, lleno de inquina (siempre fue más considerado para con los Húsares que para con nosotros, mucho más), mandó atacar sin nuestra presencia (ganamos, o mejor expresado, ganaron los de nuestro bando) y quedamos sin la gloria final a pesar de haber demostrado desmesurado valor y ciego arrojo en cuantos enfrentamientos habíamos participado (mi pierna aún no estaba curada del todo), y con el estigma, además, de no haber contribuido en la liberación de aquella parte tan querida de nuestra patria. Pero tuvimos un motivo.

“Los Inmortales” siempre llevábamos, o mandábamos (si estábamos lejos de ella, como ocurría en esa ocasión) flores a la emperatriz, una carreta de Iris Latifolia, lirio azul de la clase Caricetea curvulae que llegaba a palacio rodeada por nuestros propios sirvientes a la manera de acompañantes-cuidadores (a partir de ese momento nos lo teníamos que hacer todo nosotros mismos, el 25 no estaba formado ni por tropa ni por suboficialidad). Ese año, por culpa de las batallas, los desplazamientos, los percances y las lides… “la guerra”, como dijo Heráclito, “es padre y madre de todos”, no habíamos previsto la recogida de tan preciadas flores (nuestro uniforme es del mismo color), y al llegar a aquel hermoso pastizal psicroxerófilo de alta montaña decidimos quedarnos a esperar la floración, y hasta que no llenamos una carreta que requisamos a la gente del lugar, no partimos de allí.

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