La amistad y la palabra
Enrique Silveira

En 1962 fuimos muchos los españoles que vinimos al mundo, una verdadera muchedumbre si lo comparamos con cualquier año de este siglo que corre, y como sigue ocurriendo, vieron la luz más hombres que mujeres. Nacimos iguales, pero nos educaron de manera distinta; hemos convivido en una sociedad en la que las mujeres han encontrado obstáculos naturales y algunos otros artificiales que se erigen por pertenecer a un género que no han elegido y que es compatible con los papeles asignados originalmente y los que no. Las mujeres han debido hacer grandes esfuerzos para ser consideradas iguales y han obtenido indudables conquistas Por ello, nuestra generación ha sido testigo del vertiginoso cambio en los papeles que se les imponían que han permanecido inmutables durante demasiado tiempo. Si tuviéramos que relacionar las enormes diferencias entre nuestras predecesoras, contemporáneas y descendientes con el transcurso del tiempo, probablemente pensaríamos que no somos sexagenarios, sino más bien bicentenarios, por eso de que la mujer en estos pocos años ha ido socavando los pilares de la injusticia hasta dejarlos escuálidos, aunque hay que reconocer que más delgados aún se conservan en pie, de manera que las diferencias generacionales entre ellas han sido tan enormes que apenas si pueden reconocerse.

Las mayores, nuestras abuelas, fueron víctimas de una de las peores etapas de nuestra historia y transitaron por ella, sin poder apenas elegir, con tanto temor como gallardía, con tanta decisión como incertidumbre, con más recelos que complicidades y, sobre todo, con la inevitable sensación de no haber gozado de fortuna al ocupar un espacio en el mundo precisamente en esa época.

Nacieron en los albores de un siglo que tuvo la decadencia como heredad, repleto de convulsiones y reacio a los cambios sociales, así que tuvieron que aceptar el papel asignado sin rechistar porque la mujer reivindicativa recibía represalias con rapidez y contundencia. Encontraron la heroicidad cumpliendo con las responsabilidades impuestas: la crianza de la descendencia, la cocina, la limpieza, el mercado, la decoración, la optimización de los recursos escasos o abundantes…y la sumisión como característica obligatoria. Todo ello sin horarios determinados, sin convenio colectivo, sin sueldo, sin cotización que asegure una vejez con recursos, sin acceso a la formación y con restricciones en la diversión y en las relaciones sociales, de misa y rosario, de embarazos encadenados y partos domiciliarios en los que te jugabas la vida, de luto indefinido si no te acompañaba la suerte, de responso y lamento sin poder levantar la mirada, en definitiva, más sobrevivir que vivir.

Nuestras madres fueron dignísimas hijas, imitaron a sus antecesoras, honraron a sus mayores como dicta la Biblia y, aun así, cambiaron un poco el guion, pero poco. Sí que disfrutaron de adelantos tecnológicos -la lavadora, la cocina de gas, neveras con congelador o la españolísima fregona- que algunos consideran tan apreciables que deberían evitar las quejas, pero salvo que tenían derecho al voto en una dictadura, las restricciones a la posibilidad de elegir sobre su futuro eran las mismas: escasas o nulas. Apechugaron con las responsabilidades asignadas sin apenas protestar – sobre todo por falta de tiempo y por la escasez de energía tras cumplir con las tareas – y fueron capaces de hacer funcionar hogares tan complejos que se asemejaban a la mediana empresa, solo que sin los beneficios que proporcionan estas si están bien gestionadas. Para estas mujeres parecía estar vigente a todas horas el precepto filosófico Primum vivere, deinde filosofare que en sus casos habría que traducir como primero la gestión, luego los lamentos. No, no eran pusilánimes, sencillamente renunciaron al beneficio individual en busca del de la comunidad. Y los del 62 les debemos tanto que habríamos de existir varias décadas más para tener tiempo de corresponder con el suficiente agradecimiento. Y no es amor de hijo. Nuestras hermanas y nuestras parejas – en indestructible conciliábulo – crecieron al albur de la Transición, que no solo cambió la política, y traían de serie un gen revolucionario que nadie pudo contener; ellas han sido las responsables de que impere tanto el sentido común como la justicia, en cuanto a igualdad de género se refiere, y lo han hecho con la velocidad de crucero de un gigantesco navío que no teme a los icebergs porque tienen la certeza de que no existe ninguno que les pueda hacer zozobrar. De una vez por todas han conseguido que la mujer se incorpore a la formación más allá de las primeras letras, a la diversión no circunscrita al paseo con luz natural y testaferros, al mundo laboral que trasciende la vida familiar -sin olvidarla-, así como a las ámbitos de decisión fuera de la cocina o el mercado. A nadie sorprende ya cruzarse con una jueza, una arquitecta o una conductora de autobús urbano, mientras se dirige al parque para que sus hijos se diviertan. Ya no paren en casa, no necesitan el permiso de padre o marido para maniobrar en el banco, entran solas en los bares sin avergonzarse, infunden respeto por su cualificación profesional y no se arredran cuando han de lidiar con los varones jerárquicamente inferiores.

Los nacidos en el 62 admiramos a abuelas y madres porque se ganaron nuestra consideración a base de trabajo, responsabilidad y cariño, pero también hemos sabido asimilar en poco tiempo -y renunciar a los privilegios cuesta mucho- la lógica evolución de una sociedad que ha tardado demasiado en reconocer la evidencia.

Nuestros hijos se han educado sin restricciones de género y ahora recogen el testigo en una comunidad más justa que debe acometer problemas de otra índole – las habas cuecen en todas las casas y en todas las eras- que habrán de solucionar como en generaciones anteriores se superaron obstáculos que parecían insalvables, pero en la que hombres y mujeres irán del brazo y no precisamente porque uno de los dos necesite ayuda, sino porque en colaboración las cosas se hacen mejor.

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