La amistad y la palabra
Enrique Silveira
Tenía Juan Bieneducado en la cabeza la imagen de la mesa familiar cuando era un niño. Tras cumplir con la sagrada ceremonia de la higiene, se sentaban a la mesa inmediatamente después de hacerlo su padre, el patriarca, el indiscutible caudillo, que solo recibía consideraciones de su esposa, ubicada en el extremo opuesto y que se comunicaba con él sin precisar palabras. Se bendecían los alimentos y se iniciaba la colación, siempre copiosa y variada, sin que nadie pusiera inconveniente alguno porque todos sabían que el filtro que aplicaba la madre antes de presentarla no fallaba jamás. Sin prisas, una vez domesticado el feroz apetito que provocaban las tareas campestres, era el padre el que comenzaba la conversación, en la que se insertaban las apostillas de la madre, no tan solemnes pero certeras y refrescantes. Los que todavía se dedicaban a la formación académica eran los primeros interpelados y debían dar cumplida cuenta de lo aprendido ese día en cada una de las materias. Los demás compartían el oficio familiar y ya sabía el interpelador cómo había transcurrido la jornada, aun así deslizaba algún comentario.
Solo lamentaba no poder decirle a los suyos lo mucho que los echaba de menos
Los trataba de usted a sus padres Juan, recordaba alguna caricia materna durante la niñez, pero ninguna paterna, si bien el padre era hombre de pocas aunque acertadas y oportunas palabras que dejaban siempre abierto el camino de la reflexión.
Años después comprobaba Juan lo rápido que evoluciona la sociedad al notar un día que todos los miembros de su familia habían sido capaces de agruparse en torno a una mesa. Le hizo feliz el acontecimiento, incluso al observar las enormes diferencias con respecto a la mesa de la que participó en su niñez. La solemnidad había sido sustituida por una algarabía unas veces regocijante, otras estridente; el trato protocolario, por uno tan próximo que se asemejaba al utilizado en los grupos de adolescentes; las caricias y los besos asomaban sin pudor y el recuerdo al Gran Hacedor se dejaba exclusivamente para ocasiones memorables que cada vez eran más escasas.
Pensaba Juan que este vertiginoso cambio tenía muchas cosas buenas y otras que no lo eran tanto. Siempre se había sentido amparado por sus hieráticos padres, nunca había dudado de sus sentimientos ni había necesitado las profusas carantoñas que su mujer y él habían dedicado a sus descendientes desde el primer aliento y se acordaba de ellos a diario. Además, era plenamente consciente de haber heredado virtudes muy apreciables de sus antecesores que no solo usaba por su utilidad, también su reconocimiento le aportaba un regocijo extraordinario, un orgullo inigualable que procuraba transmitir a sus allegados.
Murieron jóvenes sus padres y no tuvieron la oportunidad de sentarse en esta otra mesa desprovista de tanto miramiento y ceremonia. Se sorprenderían al percibir la ausencia de protocolo en el trato entre miembros de diferentes generaciones; se asombrarían al ver cómo ponen pegas al menú y les desconcertaría el bullicio, pero es seguro que serían incapaces de guardarse los besos y arrumacos que sus nietos les arrancarían sin demasiado esfuerzo, mientras ellos dejaban el pudor propio de sus contemporáneos arrinconado como si fuera un defecto inconfesable.
Y pensaba Juan Bieneducado que el amor de los padres puede manifestarse de muy distintas maneras y solo lamentaba no poder decirle a los suyos lo mucho que los echaba de menos, aunque no recordara su último beso.