Desde mi ventana
Carmen Heras

Las sociedades del bienestar tienen muchas virtudes, pero también tienen sus vicios. Sabido es que, al niño harto de comida, cualquier carencia pequeña de la misma puede parecerle superlativa, terrible, inclasificable, molesta, destructiva… qué sé yo. Claro está que estoy hablando de situaciones posibles dentro de las clases medias y altas. Aunque también la disponibilidad económica de las primeras parece haber cambiado, con la subida de precios en productos considerados hoy fundamentales.

Caminamos en un tiempo distinto al de nuestra niñez. Hay quien no lo echa de menos. Y hasta defiende que no debemos educar a nuestros hijos de la forma en la que nos educaron. Confieso que cuando lo leí me puse en guardia. ¿Cómo, que ya no hay que educar a los pequeños en el amor al trabajo, o en la coherencia íntima, o en el derecho a pensar? ¿En ser hombres y mujeres responsables? La costumbre de sintetizar en exceso cualquier mensaje, para no hacer muy larga una disertación, lleva a que algunos hagan lo mismo con los planteamientos generales de conducta. Y al reducirlos, les quite la profundidad que algunas cuestiones exigen. Devaluando el concepto de la formación.

La existencia de la llamada aldea global lo ha cambiado todo. Una persona, tipo medio de aquí, viste de forma análoga a cualquier otra situada en las antípodas, porque la moda, como cualquier otro elemento cultural, se transmite a través de los mismos canales de comunicación existentes. Leemos los mismos libros y vemos las mismas películas al tiempo que lo hacen otros conciudadanos del mundo. Y si se trata de especificar las características de las estaciones del año, ya no basta con fijarse (por poner un ejemplo) en las verduras que antes señalaban la aparición de cada una de ellas, porque las fresas o los tomates… etc. llegan a nuestro sitio de vida desde lugares ajenos al nuestro, gracias a los transportes internacionales y ocupan los estantes de nuestros bien surtidos supermercados en cualquier día de año.

La forma de comportarnos e interrelacionar con el medio, también es diferente. Este pasado mes de agosto, un tarde en la ciudad, con una de las temperaturas de verano más altas de España, entré en una tienda a comprar unos calcetines. Al pronto no los vi y al buscarlos caminé hacia dentro del habitáculo. Tuve una perfecta sensación de irrealidad. Allí perfectamente colocadas, en perchas y a la vista, había una gran multitud de prendas infantiles de paño y lana, propias del invierno. Preparadas ya para vender, para, ganando unas fechas, adelantarse a la competencia. Ni que decir que me solté a sudar…

¿Y que me dicen de la oferta de la lotería de Navidad que te ofrecen (puro anacronismo) en pleno verano en los establecimientos de la playa? Tal como se anuncia parece que no amamos a nuestros semejantes si no tiramos de cartera y adquirimos algún décimo para nuestras amistades. Como con las distancias, cuando el viaje en avión te permite disfrutar de una Nochevieja en la playa con 32/33 grados rodeados de bañistas venidos de lugares variopintos igualados por el frío habitual de diciembre.

Así que no tiene nada de extraño que dada la amplia oferta de situaciones o regalos (el que no la tiene, aspira a tenerla) ofrecida por la sociedad de consumo a las nuevas generaciones, éstas lleven las frustraciones, por mínimas que sean, con verdadero dramatismo.

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