Reflexiones de un tenor
Alonso Torres

Esto fue en su décimo viaje, pero… pero empecemos realmente por el principio (jeje, ¿el principio?). A Simbad El Marino (aunque mejor le llamaríamos El Naufragante) los ladridos de los perros por la noche le ponían nervioso, no le gustaban, encontraba en ellos el eco del fin del mundo y decía al escucharlos, “son el aviso de que todo se acaba” (en el “Genji Monogatari” se puede leer lo mismo pero sobre una campana), eso mantuvo hasta que conoció a la Bruja.Pájaro, que entre otras cosas, le enseñó el lenguaje de los animales (no de todos, pero sí de unos cuantos) y a tocar el tambor. La conoció, como he escrito un poco más arriba, en su décimo viaje, antes tubo, dentro de “Las mil y una noches”, siete (ballenas que eran islas –como san Barandán y el mito cristiano-, surcar los cielos gracias a fantásticos pájaros, gigantes del tipo Polifemo, hierbas que quitan la razón, ser esclavizado –y liberarse gracias al vino, jijiji-, diamantes y perlas en ciudades maravillosas –bendito Italo Calvino-…). El octavo (viaje, después de un naufragio, cómo no), lo escribió Burton (políglota, explorador, militar, poeta, escritor, viajero y muerto en Jartum, donde se juntan el Nilo Blanco y el Nilo Azul, de un lanzazo frente a las tropas del Cadí, “el que ha de venir”); el noveno fue obra de Álvaro Cunqueiro, “Cuando el viejo Simbad regrese a las islas”, y solo por el título debería estar en los estantes de todas las casas, colegios, bibliotecas y en los e-books, pero me parece a mí que no es así (y no saben, si no lo han leído, lo que se están perdiendo). Navegaba El Naufragante buscando el Lejano Oriente y llegó hasta Occidente (al contrario que Colón), y su barco, construido por los carpinteros de rivera de Um Kasar, se hundió frente a las costas deeeeeee… allí la conoció, a la Bruja.Pájaro; la isla tenía vastas praderas de libertad y cielo abierto donde las águilas volaban juntas y muy alto, pero sin ataduras, allá la honestidad era ley, y el marinero aprendió a respetar aquello en lo que no creía. Un día, la mujer le preguntó, “¿y tú qué quieres hacer?”, y él contestó, “no lo sé, me gusta escuchar a los rapsodas y a los músicos, también me gusta perder el tiempo debajo de los álamos, beber algo de vino y cantar, sí, cantar con los amigos, y también con los desconocidos”. “Yo te enseñaré a tocar el tambor”, le dijo ella, y en una de las playas desiertas de la isla el bagdadí aprendió a tocar un tambor con forma de corazón. Lo de los idiomas fue después, y desde entonces, cuando Simbad está en tierra y oye ladrar en la noche a los perros no tiene miedo, “el mundo no se acaba, se transforma”, dice, y sonríe.

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