Desde mi ventana
Carmen Heras

La memoria tiene sus propios recuerdos: en mi época de estudiante estaba considerado muy “antiguo” el casarse por la iglesia y lo empeoraba hacerlo con velo “tul ilusión” en color blanco. Tampoco era “bien visto” el “arrejuntar” en una orla muchas fotos diminutas de todos los compañeros de carrera, encabezadas por las de sesudos catedráticos. Y por supuesto, se entendía “fatal” leer revistas del corazón. Para ser considerados estudiantes en la onda precisa del momento había que leer autores del “boom latinoamericano”, ver mucho cine de “arte y ensayo” -japonés, brasileño, francés e italiano, por más señas- y visitar exposiciones en galerías súper modernas. Por no hablar del debate sobre los libros ideológicos clásicos.

Mucho ha girado el mundo. No siempre obedecíamos este guión, claro, a veces no había más remedio que saltárselo. La propia heterodoxia que se nos presuponía, obligaba a ello. Eso, y el carecer de unas pautas propias transmitidas por la generación anterior que no había vivido nuestras experiencias y que era, por tanto, neófita al respecto; además, bastante hizo ella con subsistir. Así que, a veces, cerrábamos la puerta de la habitación, en la residencia universitaria en la que habitábamos, y de tres a cinco leíamos -rebeldes a lo preestablecido como rebelde- revistas del corazón.

No las comprábamos, eso no, se las regalaba a mi compañera de cuarto una “suegra” que tuvo por aquel entonces, con mucha “pasta” y que cada semana enviaba a la sirvienta, al kiosko, a por ellas. Junto a otros recuerdos de la vida cotidiana de entonces, éste aparece en mi corazoncito del ayer: lo entrañable de aquellas horas de siesta en las que ojeábamos, medio a escondidas, la parte más trivial de las notas de sociedad.

Quien iba a decirme a mi que, andando el tiempo, todo personaje publico que se precie anhelaría, sin hacerle ascos, aparecer en una de ellas junto a una buena sesión de fotos, habida cuenta de que su elevado número de lectores garantiza un conocimiento muy, muy amplio de hipotéticos simpatizantes. Quien me iba a decir, por aquel entonces, que los periódicos serios tendrían su porción de chismes al respecto, englobados en un tinte sociológico más o menos culto, como reclamo al lector. Y quien me iba a decir a mi, y a tantos como yo, que lo mismo en revistas que en periódicos, lo importante a resaltar de un acto de un elevado nivel institucional, sería el tipo de zapatos de una muy egregia representante.

Cuando una de las figuras más célebres en nuestro panorama nacional de la fama que proporcionan las revistas del corazón, comenzaba su andadura -andadura que luego le ha dado pingües beneficios- fue el centro de la conversación informal que mantuvimos varios invitados a un acto universitario, al cabo del mismo, en la comida. Curiosamente los varones veían inteligencia donde las mujeres sólo veían oportunismo. Y dado que unos y otros eran personas preparadas y que sabían lo que decían, ya no me ha cabido nunca duda alguna de por donde van los verdaderos derroteros a la hora de enjuiciar, de una forma u otra, los llamados derechos de las mujeres. Pero todo ello, lo dejaremos para otro artículo.

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