Desde mi ventana
Carmen Heras

Resulta que el sábado asistí atónita a la intervención on line de una comentarista en un programa de máxima actualidad. Ella dijo, como si de lo más natural se tratase, que lo hacía acostada en la cama, en la habitación del hotel en el que había dormido en una ciudad distinta de la suya, por su asistencia a unos cursos. Lo expuso afectando desparpajo y desinhibición. Tampoco sus opiniones me parecieron destacables, Basculaban entre el interés y la ignorancia, entre la modorra que aún tienes un poco después de despertarte y la concentración. Sus colegas de tertulia, todos hombres, optaron por hacer como si su puesta en escena no tuviera importancia, aunque alguna burla muy sutil colocaron de estraperlo. Ya sé que Onetti, el gran escritor, pasó sus últimos 12 años encerrado en su apartamento, prácticamente sin salir del lecho en el que comía y bebía…, pero en su defensa cabe decir que fue un reconocido profesional que dejó un manojo excelente de obras por las que le fue otorgado el Premio Cervantes en 1980.

Se dice que, a veces, las mujeres hacemos ciertas cosas simplemente para epatar. O porque está en nuestra naturaleza (razona el misógino). También, porque algunas piensan de manera sincera que, en el fondo, la igualdad estriba en colocar a una mujer torpe en el sitio en el que antes estaba un torpe hombre. Pues que quieren que les diga, a mi me parece una tontería mayúscula y un tremendo desprecio hacia la meta que se quiere conseguir. Porque para tomar una pastilla, aunque sea amarga, solo hace falta decisión y un buen vaso de agua, y eso nada tiene que ver con revoluciones colectivas. Se suponía que las mujeres debían acceder al espacio público para mejorarlo y no como una simple razón de reparto “territorial”.

Y lo mismo sucede con el mérito. Quitar a unos para poner a otros, similares o peores, no revela que los gestores de la medida aspiren a lo excelente, reconozcan lo bueno y quieran deshacer injusticias antiguas, sino solo repartir el pan entre hambrientos, que es una muy distinta cuestión. Ese conocido gusto por los turnos sin más, señala una querencia por el tranquilo acomodo de las ranas en el charco común, pero no puede tildarse de pulcritud. Sólo de remiendos, y para eso el feminismo no necesitaba haber hecho un camino tan arduo hasta aquí.

Algo parecido sucede en la Universidad. Con la mayoría de los estudiantes universitarios buscando todo por Internet. Lo cual está muy bien, siempre que no anule su capacidad de razonamiento y su memoria. Y todas las demás aptitudes que tanto había (en otros tiempos) que proteger. La elevación de la destreza en lo digital sobre otros saberes, cuando se impone, acaba logrando individuos sin capacidad de raciocinio, lo cual es algo que terminaremos pagando con intereses. Su dependencia de lo que encuentran es tal, que no resulta extraña su lasitud ante el adoctrinamiento.

Cuando la simplicidad deviene en simpleza hay que pararse a pensar. Ya que a nadie le interesa sufrir, aceptemos pulpo como animal de compañía y digamos no al sacrificio y al esfuerzo, valoremos como virtud el ser ricos de cuna o simularlo, y despreciemos el valor de la capacitación, y otros asuntos “desdeñables”. Pero lo que no puede ser es que nos lo creamos. Por ejemplo, en el templo sacrosanto de la Universidad que como todo el mundo sabe, es (o debiera serlo) mucho templo.

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