La amistad y la palabra
Enrique Silveira

Ambos habían llegado a la mocedad en hogares muy parecidos; en los dos Franco era exaltado como un héroe con reminiscencias casi divinas y la palabra república se usaba como sinónimo de desorden, revuelta o catástrofe. Ambos habían seguido las directrices paternas hasta considerar el nacionalcatolicismo como único modo de preservar a la sociedad de una decadencia trágica e inevitable; ambos habían considerado salvadores de la patria a los herederos del dictador que se aferraban a sus prebendas sin tener consideración por el ciclón democrático que se disponía a arrasarlos… y ambos abrieron los ojos al mismo tiempo para desasirse del influjo familiar y abrazar, como si de un nuevo y apasionado amor se tratase, el torbellino de libertades que no parecía tan malévolo visto más de cerca.

Así se adentraron en la primera juventud acompañados de sus primeros amores, de esa música estridente que las madres consideraban poco menos que diabólica, de universidad y trasnochadas; también de mítines, urnas, plebiscitos y partidos políticos, de risas, algún llanto y mucha complicidad.

Como ramas del mismo tronco, como surgidos de la misma cadena de producción, Santiago y Pablo compartieron durante décadas perspectivas tan parecidas que se asemejaban como siameses y solo en extrañas ocasiones discrepaban sobre lo tratado. Mismas raíces, idénticas trayectorias, semejantes experiencias…pero nada que el correr del tiempo no pueda cambiar. Pocos sucesos pueden demoler las amistades erigidas desde la niñez: la distancia, un amor compartido, pequeños recelos que se agigantan con el tiempo… pero que la política separe almas gemelas no debería estar en este catálogo: no lo merece.

Claro que casi nada de lo que acontece se adapta con una mínima rectitud a la jerarquía que desearíamos como modelo. Santiago había sido siempre algo más cauto y, con el tiempo, esa prudencia se fue convirtiendo en un conservadurismo teñido de recelo hacia las posturas más progresistas, en una evolución que él calificaba de irremediable si querías llegar a viejo con dignidad. Pablo siempre había lucido un carácter irredento que durante la adolescencia y la juventud le había ocasionado no pocos problemas; con la madurez no se había apaciguado del todo y en ocasiones resurgía con virulencia para reivindicar las utopías que todos olvidamos al firmar la primera hipoteca, pero que él mantenía vivas porque siempre pensó que tras la claudicación no le quedaría más que la muerte.

Resulta muy habitual que el devenir del ser humano se vea salpicado por problemas que han generado otros a los que se les suponen cualidades excepcionales; se distinguen, más a menudo de lo deseable, comportamientos en las personas menos visibles de la sociedad que no han surgido de sus propias decisiones, sino que más bien imitan las de aquellos que

ostentan la responsabilidad de despejar los caminos que conducen a una sociedad mejor, pero que consiguen todo lo contrario. Lo que ninguno de ellos había cuantificado era la responsabilidad de otros en su alejamiento.

Reconocer que se ha perdido la equidistancia, el sentido común o la mesura no es nada fácil. Santiago y Pablo no asumían que se habían alejado de la tolerancia, pero sí habían notado que las discusiones que antes acababan con reconocimientos mutuos y regocijo, ahora contenían una acritud y una virulencia que dejaban un regusto amargo. En más de una ocasión se habían recriminado una pérdida de fidelidad a los principios primigenios que tanto les habían unido y solo evitando ciertos temas conseguían recobrar la frescura que siempre había imperado en sus relaciones.

¿Se puede permitir que aquellos que han de mejorar tu existencia te inciten al enfrentamiento y al odio? Si gozas de suficiente claridad de pensamiento, no se debe aceptar que te contaminen los que pueblan los telediarios y las portadas de los periódicos; si se ha fraguado una hermosa amistad durante décadas, no se puede tolerar que aquellos que han olvidado sus responsabilidades más elementales sean inductores necesarios de su destrucción.

No hay nada más sencillo que sembrar la discordia; la semilla del crispamiento germina con rapidez y eficacia hasta que se convierte en planta difícil de exterminar. Dicho de otra forma: los mejores políticos son los que no destruyen amistades de toda la vida e invitan a la solidaridad y al entendimiento. ¿Existen?

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