parking

Desde mi ventana
Carmen Heras

Hace muchos años, un amigo mío pasaba por Cáceres antes de volver a su casa en un pueblo de Badajoz. Le pedí que me trajera unas cajas con papeles que había dejado guardadas en el Congreso de los Diputados y él, muy amable, accedió.

Llegó a Cáceres un mediodía caluroso de aquí y me pareció que invitarle a comer era lo menos que podía hacer. Al interesarse por un aparcamiento céntrico donde dejar el coche, le di las indicaciones de uno en Cánovas. No existía entonces, en el centro, ningún otro. Los de Obispo Galarza y Primo de Rivera, se construirían años después.

Comenzó a dar vueltas arriba y abajo por la Avenida de España sin atisbar el parking de marras. La mala señalización de éste y el no poder detener el coche para mirar tranquilamente, jugaron en su contra. A la tercera vuelta sin encontrarlo decidió preguntar: “Señora (le dijo a una mujer de edad mediana, detenida al lado del semáforo) sería tan amable de indicarme dónde hay un parking por aquí?”. “¿Un parking, dice usted? No señor, se confunde, ¡por aquí no hay ninguno!” (le respondió)

La interpelada le había contestado, con el gesto y la frase llenos de rotunda seguridad. Mi amigo, sabedor de que yo no podía haberme equivocado, intentó porfiar con la mujer. Hasta que ella, profundamente irritada, explotó: “¿Como tengo que decirle que tal aparcamiento no existe?” Y mirando despectivamente al coche, no muy nuevo y con matrícula de Madrid, que él conducía, añadió ya gritando: “¿Pero usted se atreve a discutírmelo a mi?, ¡a mi! ¡a mí, que soy de Caceres de toda la vida!”.

Ante tamaño argumento mi amigo se rindió. Me llamó por teléfono, se llegó hasta mi casa y fui yo la que lo acompañé al aparcamiento existente en la Avenida de España, al lado del pasaje lleno de comercios de la zona. Y que aún sigue allí.
La anécdota me enseñó. A mi amigo, también. Revela algo, muy específico de algunas actitudes. Sin posiblemente pretenderlo la mujer nacida en Cáceres marcaba una doctrina que aún sigue vigente en muchos lugares: la que recela de lo de fuera y se cierra a su posible influencia por creer que lo que tiene es, en sí mismo, extraordinario, al menos lo mejor entre diferentes opciones.

Sin duda hay inseguridad en el gesto. No acepto nada (parecen pensar los que así actúan) para que no se me desmonte el paisaje interior que me he construido, sobre el que vivo y soy. El autoconvencimiento de que mi realidad es la óptima y no he fracasado en la vida. Si lo asumo, no será necesario reclamar nada, no será preciso exigir (ni a mí ni a nadie), pues mi mundo es el mejor de lo mundos posibles.
Lo anterior explica en parte la manera de conducirse, colectivamente, esta región. Una región de la que los más jóvenes emigran y los mayores se resignan y solo reclaman tranquilidad. Al contrario de aquellos lugares que han sido, y siguen siendo, puntos de entrada y salida de personas y mercancías, con el consiguiente y venturoso mestizaje, existen otros donde la innovación, aunque pida su camino, no enraíza , porque frente a ella tienen mucha más fuerza las viejas tradiciones y andanzas transmitidas de padres a hijos como forma de ser y de permanecer. Otro día hablaremos de los latifundios y de la no revolución industrial…

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