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La amistad y la palabra /
Enrique Silveira

Ser profesor me ha gustado siempre. Como todas las profesiones, tiene cosas buenas y otras que no lo son tanto, pero si sopesamos, el balance es positivo. Me entusiasman las largas vacaciones que son la envidia de todos; se cobra lo suficiente para vivir con holgura, si no te aficionas al lujo o la desmesura, y lo que más me agrada es que sea quien sea el ministro, cambien la ley de educación caprichosamente o la mantengan pese a sus evidentes carencias, convivas con buenos o malos compañeros y debas entenderte con una cúpula directiva afín u hostil, cuando cierras la puerta del aula para encontrarte con tu alumnado, se abre un amplio abanico de posibilidades que solo tú puedes gestionar, sin la ayuda de nadie, ante el conflicto o la avenencia, la apatía o el fervor, la malicia o la bondad. El éxito no se divisa con facilidad, el fracaso acecha impenitente y despiadado, pero esto no deja de ser un acicate más para cerrar la puerta de nuevo al día siguiente y enfrentarte a las mismas complicaciones. Si gozas de las cualidades pertinentes, incluso de aquellas que no se pueden aprender, acabarás la jornada cansado, pero no agobiado, abrumado o vencido por la angustia.

Es irrevocablemente cierto que, con el tiempo, la profesión ha ido cambiando y lo ha hecho tanto y tan rápidamente que ahora apenas si se la reconoce. Han surgido como de la nada nuevos obstáculos con los que un docente debe convivir y se ignora la manera de acometerlos, pues hasta hace poco estos problemas no existían como tales, se consideraban contingencias propias de la edad, y se han creado al albur de una sociedad superproteccionista y mojigata que promueve el desarrollo de sus futuros integrantes encerrándolos en una suerte de burbuja para asegurar su avance sin injerencias inoportunas.

Hemos sido siempre coeducadores, hemos compartido con los padres algunas tareas, legitimado éxitos y fracasos, pero desde un emplazamiento que dista muchísimo de estar a la misma altura, en cuanto al ejercicio de la responsabilidad familiar se refiere, del que ocupan los progenitores, verdaderos artífices de la prosperidad o la frustración de sus descendientes.

La desgracia de un niño nunca te deja indiferente. Duele en particular observar cómo algunos de ellos se esfuerzan para alcanzar el estatus soñado – en lo académico, en lo social- sin poseer las armas de las que solo la naturaleza puede dotarle, de manera que su encono no da los frutos apetecidos y de forma irremediable se topan con el desencanto.

Existen problemas con los que hay que aprender a convivir. Nadie puede evitar que un niño discuta con otro ni obligarles a compartir una amistad que no ha surgido con naturalidad; es imposible prever el momento en el que el alumno va a tropezar y, así, disponer el oportuno colchón para mitigar su daño; resulta a veces imposible motivar al que lleva años en perfecto matrimonio con la apatía y la desidia, apaciguar al que convive con la brusquedad y la descortesía, dulcificar al que, desde la más tierna infancia, se muestra violento y malencarado.

Tampoco se puede evitar que unos pocos padres sean incapaces de reconocer sus propias carencias- a veces incompatibles con la educación de un menor- y busquen endosar sus errores al chivo expiatorio más cercano, el centro educativo, y así poder dormir por las noches convencidos de que son otros los responsables de los desaguisados que se producen bajo su techo.

Con el beneplácito de los medios sensacionalistas y la connivencia de algunas instituciones, entre alarmistas y acomodaticias, parece abierta la veda para poder obtener compensación moral – y dinero – al acudir prestos a los juzgados para solucionar problemas que otros (la mayoría) repararían, sin vociferar, con un apretón de manos y la inexorable intención de evitar que sucesos que a nadie agradan puedan repetirse.

Los jueces intervienen cuando las personas de buena fe no encuentran otro recurso, tras haber agotado el diálogo, la comprensión y la tolerancia. Su mediación puede considerarse reparadora, si se han agotado todos estos cauces. Utilizarlos presurosamente invita a pensar que el niño ha dejado de ser una víctima para convertirse en un pretexto.

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