Desde mi ventana
Carmen Heras

No todas las civilizaciones tienen aprecio por las mismas cosas. Ni valoran de la misma manera a otros seres humanos. La nuestra se ha inventado un montón de pretextos en un montón de asuntos, bajo el signo de la modernidad y del empleo. Son cuestiones específicas que hemos vuelto objetivos primeros en nuestras reclamaciones y que hoy ocupan el sitio de las generales, olvidando que sólo el olvido de los derechos de todos vuelve específicamente necesario reclamarlas. Lo vemos cada día en esas fotos que facebook nos muestra sobre esto y aquello. Lo vimos durante la pandemia, cuando murieron tantos ancianos en residencias no preparadas para afrontar una pandemia como la del covid. Y recordé una anécdota sobre el respeto que los gitanos tienen por los mayores.

A mi padre se le “caló” el coche a la subida de una cuesta. Cuando le sucedió lo que voy a contar, era un hombre ya mayor y venía cansado del pueblo, de darle una vuelta a la casa y sus pertenencias, en compañía de mi madre. Con los nervios, fue incapaz de reaccionar prontamente y el auto quedó parado en mitad de una plaza. El conductor que le seguía hubo de frenar y se puso a gritarle como un loco, tocando el claxon con virulencia. Cosas de la educación, ya saben.

Mi padre se azoró tanto que se bloqueó, el vehículo no arrancaba y el otro seguía dando voces como un poseso: llegaba tarde a no se donde y mi padre lo estaba perjudicando porque le impedía pasar. Fue en estas cuando por una de las calles transversales, y como por ensalmo, aparece en la plaza un grupo de personas pertenecientes a la etnia gitana. Curiosos, se acercaron a ver. Y enterados, hablando todos, se montó “tal tatachunda” que los míos, siempre discretos, no sabían dónde meterse. Y entonces ocurrió: mientras los hombres gitanos (revisando por aquí y por allá) conseguían poner en marcha el coche, una gitana vieja, de mandil impoluto, se vino hasta el impaciente insultador de mi padre y a voces lo abroncó: “¿No le da vergüenza? ¿cómo se atreve a meterse con estos venerables ancianos?”, le dijo, al tiempo que amenazante le mostraba una piedra recogida del suelo. Ni que decir tiene que, al así interpelado, le faltó tiempo para salir “por patas” (al volante de su auto) sin que se lo impidiera el de mis padres. Y añado que durante todo el tiempo del episodio, ningún vecino payo de las casas circundantes tuvo la amabilidad de acercarse, aunque seguro que lo estaba viendo tras las ventanas.

¡Ay, los humanos! Desconozco si Potsy Ponciroli, el director de la película “Old Henry” (2021) una historia encuadrada en los tópicos del western, quiso hacer una metáfora del carácter de aquellos. Supongo que sí, con su sorprendente final, ese en el que nos enteramos quien es el protagonista y vemos que, por serlo, muere. A pesar de que ha buscado su segunda oportunidad y ha ayudado, contra todo pronóstico, a un hombre moribundo, que sin él habría muerto. La historia está ambientada en Oklahoma en 1906, pero podría ocurrir en nuestros días, en realidad ocurre. Me ha estremecido por lo verídica.

A veces uno se fija en ciertos rasgos inciertos de la naturaleza humana y observa que no es la maldad sino la incompetencia quien los ocasiona. Hacemos lo que podemos, y de forma contradictoria: nos metemos entre un tráfico que aborrecemos para no quedarnos en casa un día de fiesta, compramos regalos en días dictados por el comercio y hacemos colas durante horas delante de un stand para obtener la firma de un libro sobre la locura…

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