Desde mi ventana
Carmen Heras

¿Saben, amigos? Somos tan rabiosamente humanos que incluso en los momentos de fuerte dolor, una sencilla sopa puede (aunque sólo sea por unas décimas de minuto) calmarnos la desazón que siente nuestro cuerpo.

Yo creo que por eso, todo ese grupo al que se reconoce como pueblo llano es tan duro en sus emociones y deseos, porque no le conmueven demasiado los dramas en cuestiones de espíritu y puede sobrevivir a base de instinto y lucidez. Ayer, mientras tomábamos un café en una terraza (Cáceres no parece estar en invierno y el mundo entero sale a la calle), rodeados de gente de todo tipo, pensaba yo en lo anterior. Ninguna de las familias, parejas, etc, sentadas en mi entorno, hablaba de Pedro Sánchez. Ni del Rey, ni de nadie que no estuviera relacionado con su nivel inmediato. Subían y bajaban los niños, se peleaban y los padres acudían a separarlos, a reñirles o a acariciarles, y todo parecía tener un sentido, ajeno a las grandes tragedias del momento, incluyendo al dueño del local que preguntaba si estábamos servidos, o a los camareros que se olvidaban de traer la nota, como si los negocios pudieran permanecer sin que los clientes abonáramos lo que gastamos.

Es esa indiferencia, yo creo, ante los fastos, los ruidos y las peleas políticas de envergadura, la que se vuelve en ocasiones tan nefasta para un pueblo y origen de sus desgracias (“ay, si hubiéramos tenido una revolución” -oigo decir, algunas veces-) pero también es la base de su perennidad, sanchos panzas todos, escuchando hablar a los don quijotes de turno, para ponerlos en su sitio, “que mire usted vuesa merced que no debe pelear de ese modo con gigantes, que al fin y al cabo son vulgares molinos que caerán por su peso”.

Así que es posible, amigos, que nos haga falta aprender que cada cosa tiene su lugar de penar y regocijo. Y cada tiempo es su tiempo. Y cuando no se tienen las herramientas adecuadas, es imposible hacer algo distinto a aquello para lo que nos prepararon. Y quizá la solución sería comenzar por el principio, cambiando la norma que permite lo que permite porque se hizo en otro tiempo de mayor claridad de miras y mayor altura política, con individuos que no buscaron los vericuetos, sino las sendas amplias de la generosidad y el altruismo. Y nos hacen falta personas humanas (sí, ya se, que es una redundancia) que se atrevan, que tengan vocación de hombres y mujeres de estado, para encauzar los cambios pertinentes, puesto que lo que hay ya ha demostrado sus grandezas y sus defectos y no se puede estar continuamente tirando de la ropa del traje que llevamos pues ya tiene un tanto descosidas las costuras.

Esto pensaba yo, el otro día. Y otros muchos lo piensan, estoy segura. Pero hay que esperar, seguro, a que las cosas se coloquen en su punto, y el momento adecuado surja. Y eso sí, ese momento ha de gestarse. Con la inteligencia y el trabajo de todos. A fin de cuentas es como se hace en los grandes episodios de la historia, donde desde unos hechos concretos surge la reforma y los instrumentos para hacerla. Por aquellos que lo saben y respetan. Sin prisa, pero con seguridad manifiesta. Sin tanto cacareo.

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