Desde mi ventana
Carmen Heras
Yo estaba despistada y no atendí. Sonaba la tele, cuando de repente oigo decir a mi progenitora: -“¡Para luego dejaba yo marchar a mis hijos a Rusia, sin saber si iba a volver a verlos; antes todos muertos, pero juntos!”-
Volví a la realidad porque me sorprendió el ataque de vehemencia de mi madre, por lo general tan serena y apacible. Se trataba de un reportaje sobre los “niños de la guerra”, la triste historia de unos pequeños a los que la República envió fuera de España, cuando aquí las cosas empezaron a torcerse para los intereses de aquella durante la aciaga guerra civil española. En el afán de salvar la vida de los más chicos. Unos volvieron al cabo de los años, pero otros no lo hicieron nunca. De eso trataba el documento televisivo, del desarraigo de todos, adultos de ninguna parte, sin referencias exactas en su vivir.
La escritora Julia Navarro ha escrito un libro sobre esto y tengo que leerlo poco a poco porque me conmueve en demasía. Me lo regalaron estas navidades, antes del frío y de los catarros. Ayer leo que va en los primeros puestos en las listas de los más vendidos. “El niño que perdió la guerra” narra la historia de uno de estos chicos exiliados. Es un penar. Las decisiones marcan, vaya si marcan.
En estos tiempos amorfos, tan volátiles, nos queda la literatura, y no toda. Hay claves que ya no interesa remover porque a nadie le parecen importantes. Una de ellas es la fuerza del coraje personal y colectivo y otra, el sentido del ánimo íntegro y otra, la bonhomía. Lo que está mal está mal, lo haga quien lo haga y la virtud, (la virtus latina que define el valor moral y físico tan distinto en unos seres y otros) debería ser un horizonte hacia el que mirar.
¿Nos estamos pasando de frenada? Creo que si. Día tras día, se hacen equilibrios en el alambre para no perder el control, el estatus, las amistades…Y se cree que se obtienen solamente beneficios. Para todos. Que se pretende lo mejor cuando se defienden los intereses propios, las iras personales y las de los correligionarios, bajo el pretexto de que otros no deben pasar (llegar, mandar, etc) porque representan aquello más defenestrado en nuestras filas. Pero cuando se hace, sin darse cuenta o (seguramente) dándosela, se les está imitándo en todo cuanto se dice aborrecer. Porque aceptamos los ardides como animal de compañía, las pequeñas (grandes) concesiones a los amigos y compadres, en función de un bien mayor (gritamos), y toda una retahíla de efectos que poco a poco nos inhabilitan para ser ejemplos de nada y conductores de nadie.
Sin pensarlo, sin creerlo (o puede que un poco si, aunque no importe) vamos horadando los preceptos más importantes en una democracia. Los que nos legaron, por los que muchos han muerto (de una forma u otra) civil o físicamente. Los que estructuran el funcionamiento equilibrado de cualquier sociedad.
Y en esa lasitud…aparecen los visionarios, los listos, los poderosos…que afirman que arreglarán “por las malas” la situación y el runrún popular empieza a decir: “que malos son, que malos” cuando, no hay duda de que ha sido y es la acción en el día a día de cuantos pudieron hacer bien las cosas y no lo hicieron, junto con la complicidad de sus aliados, el que los ha permitido emerger…