La amistad y la palabra
Enrique Silveira

En estos tiempos nuestros, el acceso a la información se ha vuelto tan sencillo que vivir desinformado se convierte en un verdadero logro; evitar que los datos, valiosos o no, se apoderen de tu memoria requiere un esfuerzo tan costoso como el que hace pocos años realizábamos para ilustrarnos debidamente porque las autopistas de la comunicación llegan a los lugares más recónditos y consiguen que sea casi imposible zafarse de ellas.


Jorge Semprún tuvo una vida tan larga como azarosa; conoció el mundo desde diferentes perspectivas: disfrutó de una familia influyente y comprometida, maduró al amparo de sociedades con peculiaridades antagónicas, se formó en La Sorbona, soportó el exilio, la guerra, la reclusión en lugares espeluznantes, flirteó con la muerte en innumerables ocasiones y jamás dejó que la apatía o la desesperanza le dominarán.


Después de muchos años lejos del Madrid en el que vio las primeras luces, y tras incontables avatares, Semprún retornó a la España de Franco como Federico Sánchez, seudónimo que ocultaba su irrefrenable vínculo con la izquierda que por esa época no podía ni nombrarse en esta tierra nuestra, para realizar tareas consideradas subversivas que podían conducirle a un nuevo encierro. En tal situación pasó unos años, retornó a la Europa libre y al arribo de la democracia se asentó definitivamente en la piel de toro para ofrecer su dilatada experiencia.

Ya consagrado como escritor y arrinconada la clandestinidad, Felipe González le nombró ministro de Cultura; por entonces se hizo asiduo al palco del Santiago Bernabéu y allí alguien le preguntó de dónde le venía su afición al fútbol; contó entonces el novelista y político que recién llegado a Madrid, con apodo y encargos inconfesables, comprendió que debía pasar lo más desapercibido posible y nada mejor que integrarse en el barrio compartiendo las costumbres de los que le rodeaban. Por ello, comenzó a dejarse ver por las calles próximas y, cómo no, por el bar de la esquina, donde trabó de inmediato relación con los parroquianos. Un lunes, apareció Federico a la hora del aperitivo y se sumó a la tertulia en la que – no podía ser de otra manera -se hablaba de la jornada futbolística del día anterior; todos hablaban de las hazañas de Alfredo Di Stéfano que había vuelto a deslumbrar a base de exhibir el enorme talento que le acompañó durante su carrera deportiva. Semprún, completamente lego en la materia, preguntó quién era ese Di Stéfano… El silencio que provocó el comentario fue sepulcral; el grupo entero fijó la mirada en él como si estuvieran ante un recién llegado de otra galaxia. Alguien quiso conocer el nombre del lugar donde había estado hasta ese momento que debía estar abandonado de la mano de Dios, por eso de que nadie en él sabía quién era La saeta rubia. Azorado y temeroso, entendió Semprún que si quería seguir siendo Federico Sánchez por más tiempo tendría que informarse debidamente de lo que interesaba a sus vecinos y así no ofrecer evidencias de que no era ni mucho menos lo que aparentaba.

La mejor solución pensó que pasaba por empaparse de la actualidad futbolera, que copaba las charlas del lunes y una buena parte de las del resto de la semana. Concienzudo como siempre el que después ostentó cargos bien visibles se lo tomó con tanta vehemencia que acabó subyugado por el deporte patrio y de ahí su habitual presencia en los estadios durante el resto de sus días.

Trasladado a estos días, podría pasar que en el supermercado – único lugar en el te puedes relacionar con tus semejantes aunque con miramientos – alguien preguntara qué es eso del coronavirus, ¿se imaginan?

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