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Desde mi ventana
Carmen Heras

Hay dos tipos de inteligencia a las que respeto de manera prioritaria: la que logra adaptarse, por razones justas y pensadas, para sobrevivir, y la que puede descubrirla y valorarla allí donde se encuentra. Los tímidos (por ejemplo) son personas que suelen pasar inadvertidas y son las miradas (sagaces) de los verdaderamente inteligentes los que los sitúa dentro del engranaje general, frente a ellos mismos y frente al mundo. Sin competiciones agresivas ni aspavientos.

Es toda una apología del buen decir la conocida frase de Cervantes: «El andar tierras y comunicar con diversas gentes hace a los hombres discretos.». Tiene razón. De hecho puede que su Quijote fuera otro, e incluso no haber visto la luz, si su vida no hubiera sido tan aventurera. Algunos capítulos de ella, sufridos bien a su pesar, supongo. Anduvo en batallas (en una de ellas perdió un brazo) y en la cárcel, donde sin duda se vería obligado a convivir con gentes de muy diversa condición y conducta.

Quizá por eso escribe y lo hace bien. A sus condiciones básicas genéticas hubieron de agregarse vivencias y conocimientos de su propia odisea vital. De ahí, la fuerza de las miradas de sus personajes (y el mensaje de sus obras) cuando las posa sobre los otros, incluido la del pobre caballero estrafalario en genio y figura (aunque bastante menos ido de lo que a simple vista pareciera); vuelto así por leer tantos libros de caballerías… Este verano topé con una efigie de él en una casa privada de Cuernavacas, México. Lo que me enterneció, por su universalidad.

En una etapa determinada de mi vida, aprecié mucho la sagaz mirada de quienes, lejos de intentar hacer “leña del árbol caído” supieron diferenciarse de la ira enceguecida de los truhanes y avariciosos. En concreto, la del viejo político (que aún militando en una fuerza contraria) conminó a unos jóvenes correligionarios para que me dejaran en paz. Situación, aunque distinta, semejante, a la vivida en algunos momentos del Bachillerato donde otra vez la mirada inteligente de una profesora supo parar las invectivas (hoy lo tipificaríamos como acoso) de aquellas a quien, por el mero hecho de existir, yo molestaba.

Lo recuerdo ahora, cuando ha pasado suficiente tiempo como para que (por una parte) la memoria haya “resituado” lo vivido, por mi y por todos, siempre de acuerdo con nuestro hoy actual, y (por otra), se pueda hablar de determinados asuntos sin que duelan. Porque de creer a David Dorembaum, que a su vez cita al psicólogo estadounidense Daniel Schacter, “la memoria (siempre) se reconfigura a partir del presente”, y así “quienes somos ahora afecta a como percibimos el pasado”. Un poquito más sabios a fuer de mayores.

Yo soy de las que cree que en cualquier obra de la literatura hay bastantes más trazos personales de quien la escribe, que los admitidos por el propio escritor o escritora. Y que nada ha sido nunca totalmente inventado. Por eso, aparte del literario, tiene tanto mérito (para aquel a quien le gusten estas cosas) la obra de muchos autores. Porque habla de ellos. Solo hay que saber leer entre líneas. Con inteligencia, claro.

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