Historias de Plutón /
JOSE A. SECAS
Tenía la sana costumbre de madrugar un poquito (para ir holgado) pero aquel día se le pegaron las sábanas y despertó con la mente embotada, la boca seca y los párpados pegajosos. Una pesadilla le había abandonado por las malas poco antes de haber intentado abrir los ojos a la primera, dejándole sumido en un estado de amargura que solo se disipó al mirar el despertador y comprobar que ya era muy tarde. Tarde para casi todo menos para beber lentamente un largo trago de agua. Ahí empezó todo. Apuró el vaso primero y la botella después y decidió, bajo un estado de consciencia extraño para el momento y las circunstancias, no rendirse ante las prisas que le asaltaban y superar el incipiente estrés que sentía venírsele encima como si de un alud se tratase. Si ese día (solo hoy), llegaba tarde al trabajo, no iba a pasar nada, pensó. Y se paró a mirar por la ventana y se deleitó con la avanzada luz de la mañana y, por anticipado, con el desayuno “de domingo” del que iba a disfrutar ese miércoles cualquiera de ese mes sin erre de un año de crisis perdido en una vida común y corriente. “Ya puestos -se dijo- voy a llegar tarde de verdad; no un poco tarde, no. Voy a llegar a las tantas”.
Por una razón que se le escapaba, se sentía otra persona
Cuando miró el reloj camino de la parada de autobús eran las 10:43 y no echó de menos las caras soñolientas de los habituales acompañantes en tan intempestivas horas. La concurrencia de jubilados y desocupados le transmitía tanta placidez como satisfacción sentía por su barriga llena de zumo, café, tostadas, pastas, cereales, fruta y yogur. Ciertas tentaciones, que le sorprendían por los inesperadas y extrañas en él, le alejaban más y más de su destino laboral. No le costó nada dejar pasar el 47 y tomar el 135 camino del parque; su lugar habitual de esparcimiento los días de asueto. Cuando llegó, le llamó la atención lo poco concurrido que estaba. Un viejete sentado en un banco leyendo los anuncios por palabras de un periódico en horas bajas, un joven corriendo con cascos de música incrustados en las orejas y zapatillas fosforescentes y una señora de edad imprecisa llevando de la correa a un perro de pura y extraña raza. Concretamente, un peludo otterhounds. Eso era todo.
Echó a andar, tranquilamente, hacia los olmos de la vera del lago. No tenía remordimientos y notaba cómo perdía poco a poco hasta la vergüenza. Por una razón que se le escapaba, se sentía otra persona. No le daba importancia a las razones de su cambio, le traía al fresco que lo suyo fuera consecuencia de una recién contraída enfermedad mental en su brote inicial y de súbita aparición o las consecuencias imprevisibles de la pesadilla de la noche anterior. Le gustaba cómo se sentía y se dejaba llevar. Al fin y al cabo, estaba viviendo el prototipo de sueño de libertad que todos alguna vez hemos tenido (y pocos nos hemos atrevido a experimentar) con una naturalidad que parecía casi ensayada. Era fácil. Era satisfactorio. Luego, cuando vio aquel gato despanzurrado y lleno de moscas estuvo apunto de pensar que la vida era una mierda y sintió miedo. Lo desterró con un gesto decidido, miró a las nubes, sintió la brisa, llenó sus pulmones, sonrió y siguió con su paseo; tan tranquilo. Definitivamente, las cosas estaban cambiando.