La amistad y la palabra
Enrique Silveira

Ambos se conocían sobre todo por haber compartido muchas veces un campo de fútbol, eso sí siempre como rivales, pero dado que en las ciudades de poco personal es inevitable cruzarse e intercambiar miradas conniventes, sin ponerse de acuerdo, hacía tiempo que se saludaban, aunque sin trascender el ámbito protocolario. Esos encuentros no les convertían en amigos, pero endulzaban sus contiendas deportivas, de tal modo que las grescas habituales o no se producían o tardaban mucho más en surgir. Aquel día nació bajo otros auspicios y Julián, desde la primera jugada, convirtió cada disputa con Mario en una batalla que iba más allá de la conquista del balón; los pequeños golpes se sucedían en cada lance sin que la vehemencia en la contienda pudiera servir de coartada; las miradas reprobatorias de Mario no sirvieron para apaciguar los ánimos del rival hasta que, tras la enésima refriega, se detuvo y en lugar de exigir una explicación espetó: «Mira Julián, me has parecido siempre un pésimo futbolista, pero esta actitud tuya me muestra que tampoco eres una buena persona».

Hizo falta la intervención de ambos entrenadores para apaciguar los ánimos: reubicaron a sus jugadores para que difícilmente coincidieran en el campo, pero ni así, porque Julián persiguió a Mario hasta que su preparador lo sacó de la contienda para evitar daños mayores.

Tras el partido, Mario comentó asombrado lo ocurrido en el campo; sus compañeros sin embargo entendieron perfectamente la actitud del ofendido, con el que también ellos habían discutido alguna vez, porque en el contexto de la actividad deportiva el comentario de Mario resultaba extraordinariamente ofensivo por su inusitado refinamiento. Todos estaban de acuerdo en que si hubiera mentado a su madre o hubiera dudado de su masculinidad, el desencuentro habría quedado en agua de borrajas. Por supuesto Julián y Mario nunca más volvieron a dedicarse esos gestos protocolarios en las muchas ocasiones en las que sus caminos se cruzaron: la afrenta había sido tan grande que no cabían ceremonias entre ellos.

El fútbol, como otros deportes de masas que despiertan enormes pasiones, se mueve en un ambiente repleto de una agresividad indisimulada que avergonzaría a casi todos en otras situaciones. Los insultos, exabruptos, vituperios, incorrecciones, en definitiva, todos los recursos que sirven como armas para menospreciar a los considerados enemigos sobrevuelan los estadios durante la celebración del evento y, en demasiadas ocasiones, después de él. Desde el primer instante, un variado público que no tiene en común ni la profesión ni la formación ni tan siquiera la edad comparte la fiesta de los improperios. Todos los catalogados como potenciales amenazas para que la jornada acabe con el éxito del equipo local reciben su dosis: el trío arbitral que solo por serlo ya acapara las mejores lindezas y el conjunto visitante, que podrá ser muy superior, pero no debería provocar la infelicidad del sufrido espectador que ha acudido al estadio para ver ganar a su equipo. Nada más asomarse los contendientes por el túnel de vestuarios, encabezados por los sufridos jueces, los más exaltados interrumpen su plácida conversación con los vecinos para dirigir las peores invectivas -esas que comportan homofobia, clasismo, xenofobia o racismo- a los que han sido inventariados en la sección de ajenos al clan, aunque todavía no hayan tenido tiempo para demostrarlo. Tras el encuentro, sobre todo si se ha conseguido la victoria, la cordura vuelve a imperar, los agravios retoman su verdadera dimensión y ya no se utilizan con tanta ligereza: sin duda una muestra de que en muchos conviven al tiempo Jekyll y Hyde, sin que ello suponga mayores complicaciones.

Mario nunca usaba ni tacos ni insultos de reconocida pujanza; era su forma de mostrar al mundo que el civismo resulta compatible con la relación apasionada con un deporte. Alguna vez las circunstancias le obnubilaron y hubo de contestar a sus ofensores; en esos casos salir de la norma con un inesperado ejercicio de elegancia y distinción se considera del todo imperdonable.

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