Desde mi ventana
Carmen Heras

Bueno amigos, pues se acabaron las navidades. La Navidad es un tiempo que construimos mágico y que ni siquiera el covid puede derrotar del todo. Es un tiempo de ritos edulcorados, conformado por las influencias de aquí y allá, pero que funcionan, sobre todo (nos decimos) cuando hay niños, cuando la familia está completa y se reúne alrededor de una mesa, más o menos colmada, para celebrarlos.

Celebrar un rito tiene mucho de taumaturgia, ara nuestro crecimiento psíquico, para nuestro equilibrio y razón de pensar. El razonamiento puro y duro conduce al escepticismo, ese que nadie quiere en esta época, llena de sobresaltos y de incertidumbres. Así que nos asimos, quien puede, a los regalos como síntoma de amor, a las reuniones como símbolo de cariño, a los trajes bonitos y las uvas como imagen de bienestar. Y a las redes. No hay distinción entre los individuos. A veces pienso que hemos entendido el progreso como aquello que permite a la clase baja tradicional (permítanme el estereotipo) hacer las mismas muecas que la clase alta elevada de toda la vida. Aunque solo sean simulacros, claro.

Claro está que como un rito es, por propia definición, una costumbre o acto que se repite siempre de forma invariable, cabe preguntarse por qué los modificamos al mismo tiempo que aseguramos seguirlos por tradición. Por qué les añadimos tantas sugerencias modernas que los distorsionan. A mi memoria viene la anécdota que me contara una amiga alcaldesa, cuyo equipo tuvo la idea de añadir dos elefantes blancos a la cabalgata de Reyes, para darle belleza y novedad. Los elefantes cuando olfateaban el agua de una fuente pública se salían de la marcha y se iban en pos de ella, dejando a todos los espectadores boquiabiertos, estropeado el ritmo del desfile. Y como quiera que existían varias fuentes en el trayecto fijado para la cabalgata, ésta transcurrió entre idas y venidas de los animales, para estupor y nerviosismo de los organizadores. Y del público, que dudaba entre reírse o abuchearlos.

Hemos pasado de unos magos en camellos o caballos a otros que aparecen en carrozas, en globos o en tuk-tuk, palabra ésta última cuyo significado (pobre de mí) hube de buscar en internet. De creer que llegarían a nuestras casas los cinco de enero a dejarse hacer fotos el día tres en un descampado y con preaviso. De visionar una caravana repleta de carrozas alusivas, al desfile de muchas sin relación alguna con el evento que se pregona, para gozo de niños, sus padres y sus abuelos que aceptan la pedrea de todo a cien, sin mayores remilgos. Me pregunto, aunque sin demasiada convicción -pues hace tiempo que decayó mi espíritu combativo para según que asuntos- si los ritos clásicos se pueden modificar, adaptando sus historias a los gustos actuales, tan pragmáticos, aún a riesgo de sintetizar o colorear tanto el original que resulte irreconocible casi todo lo que, durante muchos siglos, hemos estado contando. Lo mismo que ocurre con las historias de la literatura clásica, cuando se editan adaptaciones muy diluidas de sus tramas, para así acércalas más y mejor al entendimiento de los escolares. O al menos eso dicen. Como si no existiesen los maestros para hacerlo. Aunque, quien sabe, puede que no existan.

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