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La amistad y la palabra /
Enrique Silveira

No somos muy bien recibidos los españoles en nuestros periplos por Europa. Nuestras costumbres chocan irremediablemente con las más estrictas normas de los que habitan por esos territorios y provocan un ambiente de desafección incómodo y a veces desagradable. Se tiene la sensación de que alguna de esas normas están concebidas ex profeso para los que venimos del sur, de manera que, cuando vuelves, tienes la impresión de que no desean vernos de nuevo por allí.

Lo comprobé en mi primer viaje a la Europa de postín, desde la España ochentera, en el que también descubrí que la frontera para un extremeño estaba situada antes de llegar a los Pirineos, más o menos en ese lugar en el que puedes conciliar el sueño en el autobús, hecho inusitado, porque la carretera ha dejado de tener imperfecciones notorias y las curvas ya no son una prueba de habilidad para el conductor.

El destino era Chamonix, lugar sorprendente y hermosísimo, al que acudí con un grupo de montañeros con los que compartí experiencias inolvidables. Tras una larga serie de actividades deportivas que dejaron como secuela piernas rellenas de plomo descansamos un día en el que visitamos la cercana Ginebra, perla de la Suiza francófona, ciudad que destaca por su orden, limpieza y distinción. En el autobús, Santos, incansable organizador, siempre preocupado y atento, tomó el micrófono para aleccionar a los neófitos. Nos advirtió de que los periódicos no eran gratuitos. “No son gratis, a ver si nos enteramos de una vez, que estoy muy cansado de que nos llamen la atención.” En verdad, el sistema era peculiar…y de imposible implantación en nuestro país. En un cajetín metálico, sin cierre, se ubicaban los diarios. El usuario levantaba la tapa, cogía su ejemplar y, sin que las fuerzas del orden hubieran de actuar, depositaba el justiprecio a través de una ranura dispuesta para ello. El paraíso para un pícaro español.

Me acerqué para comentarle que había cometido un error, no por reivindicar mi honestidad, más bien porque si no hubiera dicho nada un español habría desconfiado. Imaginaría a un guardia apostado que surgiría de repente para llenarte de oprobio ante la concurrencia por no cumplir con la norma reinante. En el viaje de vuelta, el autobús estaba repleto de periódicos que nadie entendía y que, en el mejor de los casos, acabarían en el interior de las muchas papeleras del entorno. Los protagonistas de tamaña fechoría éramos personas de buena condición, pero descendientes avezados de Lázaro de Tormes.

Civismo, del francés civisme y este del latín civis, ciudad. ¡Qué largo camino nos queda a los españoles para poder alardear de este término! Son patrimonio español la doble fila, con el irritado conductor defendiendo su situación como si obstruir un carril en beneficio propio fuera lo correcto; los suelos alfombrados con colillas; las papeleras vacías rodeadas de basura; los peatones que, quizás daltónicos, cruzan parsimoniosos con el color equivocado; los excrementos perrunos en lugar preferente de nuestro acerado; los ciclistas, cómplices de vehículos y viandantes según conveniencia; los gritos, vítores y exclamaciones estentóreas que defienden los más insulsos argumentos; la ausencia del “ por favor” y el “gracias” que tantos beneficios reportan con tan poco esfuerzo; el desprecio del éxito ajeno, por eso de practicar el deporte nacional, la envidia…

No es derrotismo. Tenemos muchas virtudes que podrían imitar aquellos que nos dan lecciones de urbanidad: esplendidez, hospitalidad, simpatía, disponibilidad y mucha alegría que buscan nuestros visitantes al tiempo que disfrutan del envidiable clima, pero no nos vendría nada mal corregir aquello que es manifiestamente mejorable y que otros, no muy lejos, hacen sin evidente esfuerzo.

Nos hemos enmendado un poco con el tiempo. Hemos sido capaces de asombrarnos al ver a un motorista sin casco o a calmar los nervios con un cigarro en los alrededores del bar, aunque tengamos que renunciar a la agradable climatización del local para preservar la pureza de su aire; somos de las pocas aficiones del continente que no se transforma en una horda destructiva cada vez que acude a un estadio, pero nos queda superar definitivamente esa convivencia complaciente con lo incorrecto que surge de la apatía y la testarudez. Se acabó enarbolar la bandera del “somos así y así seguiremos”.

Decía José Luis Coll, con su habitual socarronería, que alcanzaremos niveles aceptables de civismo cuando los partidos de fútbol no necesiten la presencia de un árbitro. Nos conformaríamos con mucho menos, ¿a que sí?

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