Desde mi ventana
Carmen Heras

Siempre que se inicia una huelga, una manifestación, una tarea, una algarada… lo importante es, además de lo que se consiga, salir de ella con dignidad. Nadie debiera poner a otros en situación tan desventurada como para no poder recoger sus trastos con un atisbo de orgullo por lo hecho y con la cabeza alta. En mi pensamiento, el relato evangélico que hace notar a quienes escandalizan a los muchos “pequeñuelos” existentes por el mundo, que tendrán que responder, de ello, ante la vida y la historia. Como en el Romancero español le ocurrió a Arias Gonzalo, el viejo noble ayo de la Reina Doña Urraca, obligado a defender la honra de todos los zamoranos acusados de alta traición porque desde la ciudad había salido y a la ciudad había vuelto (o al menos eso decían los súbditos del asesinado) un tal Bellido Dolfos, para matar, cuando estaba en una posición un tanto incómoda, al rey Sancho, en el asedio a la ciudadela.

Y cuenta el romance que como Arias Gonzalo, por lo avanzado de sus años, no podía luchar, fue enviando uno a uno a sus hijos a combatir con los caballeros enemigos, y con ello, a la muerte. Fueron vencidos pero, con su acción, la ciudad y su reina recuperaron la honra, patrimonio del alma, ya saben. Y el nombre de la estirpe fue desde entonces, y aún más de lo que ya era, signo de hidalguía y generosidad. Y por supuesto, de honor. Nada que ver con la actitud (al decir de las crónicas) de los señores escoceses que enviaban a sus hijos a la batalla cada uno en un lugar diferente de los que intervenían en la contienda, asegurándose así que puesto siempre alguno de ellos ganaba, la familia podía mantener sus privilegios, fuera quien fuera el nuevo líder.

Hace unos días, algunos escuchábamos a un brillante diputado de antaño leer la famosa frase de Camus, extraída del discurso que pronunciara en la ceremonia de aceptación del Premio Nobel. Aquella sobre la doble obligación de las generaciones: la de construir un mundo y la de ayudar a que no se derrumbe. Doble objetivo que a veces le toca realizar a la misma. En el acto al que asistíamos, era necesaria tamaña referencia. Se habían dado cita en el mismo políticos varios (entre otros Alfonso Guerra), protagonistas excepcionales de una época histórica de recuperación, y estaban rememorando cómo el consenso entre contrarios, después de pronunciamientos y renuncias, sería el que diera a luz a una nueva democracia en España y una Constitución. Al oírlos, yo recapacitaba sobre la tremenda paradoja que significa el que aquellos que contribuyeron con su esfuerzo y tenacidad a establecer las bases mínimas de un tiempo, se vean más tarde obligados a defenderlo de los vientos erráticos del presente. Porque por experiencia propia he aprendido que los golpes sistemáticos sobre un tronco acaban por troncharlo, aunque sean muy injustos.

Yo noto a la mayoría de la gente con un enfado antológico. En unas direcciones o en otras. Porque el Gobierno hace. O porque no. Y esa polarización creciente comienza a ser peligrosa. La semana pasada el paso de los camiones por la antigua avenida de Primo de Rivera fue toda una enseñanza y no solo por al ruido con el que la cruzaban; al ver levantar el puño a muchos de los que los conducían pensé yo en la tragedia de quienes (después de tanta y tanta democracia) aún han de manejar el estruendo de bocinas y atascos en las horas puntas de una ciudad, para hacerse oír con contundencia. Y a fe mía que lo lograron.

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