Desde mi ventana
Carmen Heras
Mi amiga tenía un profe en Preuniversitario al que todos los alumnos llamaban “El Faroles”, por lo exagerado. Cada vez que abría la boca en clase le daba por inventar. No era mal enseñante de Física y no tenía un pelo de tonto, pero aficionado a vivir en las nubes todo cuanto relataba era semejante a una pura “batallita”. Luego fundó un partido y se dedicó a mantenerlo y ahí sigue, de forma testimonial, pero cuasi perenne. Todo un personaje.
Aprendimos en Bachillerato aquello de que “catorce versos dicen que es soneto” y luego, que un soneto con estrambote es aquel al que se añaden los tres que constituyen dicho estrambote. Recuerden el de Miguel de Cervantes dedicado (con una cierta sorna) al monumento del rey Felipe II (“¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza y que diera un doblón por describilla!”) y cuyo final es pura ironía: “miró al soslayo, fuese y no hubo nada”.
Del sustantivo estrambote deriva el adjetivo estrambótico, («extravagante, irregular y sin orden”) según la RAE, y esto me viene pareciendo a mi esta campaña de elecciones municipales y autonómicas: algo semejante a la elaboración de un gran “soneto estrambótico” (perdonen la síntesis) en donde lo exagerado, extraño e irregular tiene cabida, aun siendo todo bastante anodino.
Tal vez sea percepción propia y no me enfadaré si me contradicen, pero es así como yo percibo este tiempo electoral: exagerado y fatuo. Lleno de frases gastadas. Un conjunto de aproximaciones y ocurrencias. Hasta el exceso. Sin viveza. Con huidas hacia adelante de cualquiera. Sin encarar lo evidente, ni lo probable.
Aquí nadie hace números, ni los justifica en un proyecto común y global. Ni dice de dónde saldrán los recursos materiales que harán posible lo que se empeñan en prometer. ¡Que lejos parecen quedar aquellos tiempos en los que un órgano, constituido al efecto en las sedes de las organizaciones políticas, examinaba detenidamente los programas electorales elaborados por los candidatos, censurando lo poco viable de ejecutar, bien por exceso o defecto. Se conseguía así un programa responsable y posible alejado de espejismos subjetivos y, lo que es más importante, centrado e incorporado al desarrollo general de la localidad y la región.
Del mismo modo que sucede con los Presupuestos Generales del Estado, en donde cualquier propuesta de cambio contemplada en una enmienda al texto, exige justificar cuánto cuesta y cuál es la medida a la que sustituye, en los programas electorales de otras épocas se estudiaba detenidamente el coste de cada promesa y quien la costearía caso de que la candidatura que la presentaba ganase las elecciones y se hiciera cargo del gobierno.
Estos días he recordado a Max Weber, el jurista, historiador y politólogo alemán al que se reconoce como uno de los padres de la sociología. Él habla de las dos éticas que ha de respetar un político: la de las convicciones y la de la responsabilidad. Elegir una u otra siempre resulta peliagudo. La primera defiende el predominio de las ideas, pese a quien pese; la segunda propone la ponderación de las mismas cuando han de servir al ciudadano. Sería interesante que los candidatos, caso de no traer añadido el “recurso” de “fábrica”, cavilaran sobre estas cuestiones obrando después en consecuencia. ¿No les parece?