Desde mi ventana
Carmen Heras

A las mujeres de mi generación nos grabaron a fuego lento que nunca debíamos salir de casa sin tener hechas las camas. Tanto fue así que, en los primeros manuales feministas que yo hojeé, se citaba como un ejemplo de rebeldía el no hacerlas o hacerlas cuando nos pareciera. En aquellos tiempos había que entrar en la esfera pública sin molestar demasiado y una manera de hacerlo, y que de paso te dejasen tranquila, era el no olvido de las obligaciones familiares. Estaba muy mal visto ver a un hombre paseando en su sillita a un pequeño o tendiendo la ropa, así que para que los muchachos no fueran tildados de lo que no eran o de algún “defecto” abominable, las chicas, mujeres de su casa, intentaban hacerlo todo y con preparación.

Ser una persona competente era, por entonces, tremendamente importante. Y naciendo mujer, mucho más. Yo llegaba a casa de mi profe de Química (ella me ayudaba con la Orgánica que siempre se me atragantó) y la veía haciendo ganchillo o cosiendo. Y le preguntaba extrañada: -“Pero, Manolita, qué haces?- -”Mi niña, las mujeres universitarias no podemos consentir que nos tachen de no saber desenvolver una casa”. Y yo asentía, convencida como ella de que hacer eso era lo justo y necesario.

Así nos criamos y aprendimos. Era una tarea, para bien y para mal (cualquier circunstancia siempre tiene dos caras) que nosotras mismas nos imponíamos (todavía seguimos haciéndolo), en un perfeccionismo exagerado: “los hombres de ahora estamos de enhorabuena (me dijo un compañero catedrático con sutil ironía) seguís ocupándoos de las cuestiones domésticas y además colaboráis, con un sueldo igual al nuestro, a la economía del hogar común”.

Mucho han cambiado las tornas, desde luego. Poco a poco, pero sin titubeos. A veces exageradamente. Es la ley del péndulo que oscila de un extremo a otro aparatosamente. Cuando a principios de los años 90 viajé a Inglaterra en un viaje profesional, fui invitada a una cena en casa del ex- Rector de la Universidad en la que estábamos. Su mujer era periodista y conocida por su defensa de la emancipación de las féminas. Y como quiera que la compañera que me acompañaba tuviera necesidad de usar el baño fue invitada por nuestros anfitriones a subir al principal, situado en la planta de arriba dentro del dormitorio de la pareja. Volvería escandalizada, aquella habitación era un caos, desordenada, las zapatillas en el medio, la cama deshecha, la ropa sin colocar… Porque Inglaterra era, por entonces, un espejo en el que nos mirábamos, con sus costumbres, su seriedad académica y democrática.

Y aquí estamos, las mujeres reafirmándose a base de saber menos (yo diría que es tónica general en ambos sexos) defendiendo incluir menores habilidades en el aprendizaje como táctica disuasoria para las costumbres arcaicas (las tengan o no) del otro género. Es cómodo eso de justificarse con la consabida opinión llevada al extremo: “las mujeres estarán completamente liberadas cuando las inútiles asciendan a puestos altos como lo han hecho (toda la vida) los hombres” y que algunas se creen a juntillas. Pues ya han llegado. Así que, a lo mejor, hay que volver a reclamar racionalidad, para seguir mereciendo un estatus. Las mujeres (y los hombres) deben descubrir la importancia de intentar ser lo más completos posibles, indagando en las cualidades que efectivamente los independizan y no tanto en las veleidades de una comodidad castrante. Quedarse en la superficie (“salgo y entro de casa cuando quiero”) no nos dará felicidad. Ni equilibrio.

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