Historias de Plutón
José A. Secas

El del 4º-A era un ciudadano de manual. Como cada día, esperaba a que fueran las ocho para salir a su balcón con un sentimiento de ansiedad repetidamente masticada, de ilusión desgastada por uso excesivo y vicioso, de sentido cívico y de responsabilidad de importación, de optimismo aupado en volandas cuesta arriba, de agradecimiento teledirigido y de necesidad de sentirse parte de una calle, de una manzana o de un patio. Dede hace unos días, buscaba desesperadamente sentirse colectivo, mogollón, gente, masa (que no le seducía, en absoluto) porque ya no soportaba ser un individuo que se aguanta a sí mismo 24 horas al día. Estaba de la introspección salteada hasta el gorro. Últimamente la vida le regalaba un caramelo, puntualmente, una vez al día, y se apañaba con cinco minutos reconociendo las caras del vecindario y batiendo palmas. Allí estaban los de siempre: los entusiastas, los adocenados, los papás, mamás, niñas y niños, los abuelos, los consumidores de doctrinas, de indicaciones, de solidaridad, de telerrealidad, de adocenamiento servil, sumisión a la causa y resignación cristiana ante la adversidad. Estaban todos localizados y ubicados por calle, número, piso y letra. Los hogares vacíos, las casas de persianas cerradas con bicho dentro, las viviendas con los raritos, los colgaos, los asociales, los de cal y canto y los asquerosamente independientes… todos estaban identificados y perfectamente ubicados. El devenir de la vida diaria era aplastantemente evidente, rutinario y previsible. La cuarentena iba camino de eternizarse y no se veía el fin. Hastío.

El ciudadano ejemplar del 4º-A, se asomaba un poco antes de la hora prevista para ir empapándose del ambiente poco a poco y robarle unos minutos al tedio. Ese cuarentaipiquésimo o cuarentaitantosavo día de confinamiento pasó algo sorprendente y sobrecogedor que dejó sin palabras al conjunto de balconeros de su calle y a él, especialmente. Era el vecino más cercano al escenario del inaudito acontecimiento y sentía un protagonismo prestado que le producía rubor y vergüenza ajena. Todo sucedió imprevisiblemente y los hechos se precipitaron ante los ojos incrédulos de docenas de cándidas y estupefactas miradas; desde el segundo A, hasta el sexto D, de éste y del piso de enfrente. En el balcón del 4º-B, virgen hasta la fecha, ese día, se apreciaba un movimiento nunca visto. Puertas abiertas, tránsito variado tras los visillos, sonidos (casi ruido) ininteligibles a un volumen excesivo, trajín y secreto. Todo muy extraño. Los vecinos tocaron sus cinco minutos de palmas pero nadie se iba sin saber qué pasaba en casa de al lado del ciudadano ejemplar. El silencio que daba paso al cese de los aplausos, ese día, se vio violado por los desórdenes que se querían adivinar tras la cortina que separaba la casa misteriosa del nuevo balcón con -presunta- vida. Algo iba a pasar.

Por fin, la música alta y rara cesó, las luces y sombras escondidas se serenaron y el balcón siguió vacío. No se desveló la(s) cara(s) del protagonista del escándalo que pudo ser y no fue. A una momentánea decepción, siguió un malsano interés por saber. Cada cual generó y argumentó su prejuicio, dio forma coherente a sus suposiciones infundadas, inventó (con razón) su bulo particular y le dio cancha y rienda suelta entre sus grupos de guasa. Al final nadie se extrañó de la presencia de los bomberos y de la redada de la policía tres días después.

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