Pepe Cercas

Un infesto barro cubre mi cuerpo; la sangre mezclada con agua helada, baja hacia una oquedad abierta por un obús.

– Hemos combatido duramente- y, ahora agotado, un sudor frío me oprime en esta trinchera, en este invierno, en este país sin memoria.

Un persistente ruido puebla mis oídos, no oigo ni tan siquiera, el gemido de dolor de mi compañero herido que se agita a mi lado. Justo en frente de mí fusil, un soldado enemigo, yace muerto con un certero disparo que quebró el silencio, un esfuerzo maldito que abatió a un hombre que, minutos antes, estaba cubierto de vida. Me da la sensación de que me miraba desde sus inertes ojos, y me preguntaba por qué moría él y yo no. Pensé que seguramente tendría mujer e hijos y que esperaría algún permiso o que acabase esta maldita guerra, para volver a encontrarse con ellos, para volver a la tranquilidad de su hogar, pero ¡ay!, una proterva bala, quiso ponerse en el camino de su vida y no de la mía, y allí yacía inmóvil, en esta tierra quebrada cubierta de sangre y barro.

Seguramente cuando despunte el sol, acabará en una lúgubre fosa común.

Seguramente, en su país y con el tiempo, pondrán su nombre en un monumento erigido al soldado desconocido, a este guerrero, que un día, cuando se vio muerto, gritó con rabia y odio, que un pedazo de metralla, de metal traicionero, le apartaba para siempre de todo lo que amaba. Ya es pasto de la historia, su vida finiquitó su contrato de soldado. De ahora en adelante, tan solo será un número en unas míseras y tristes estadísticas, una cruz en cualquier campo perdido, donde su memoria se perderá entre otros miles, con tristes cruces sobre la altura del barro.

Seguramente el presidente electo de su estado, con el paso de los años dirá para conseguir más votos: “aquella guerra fue un grave error que no tuvo que haber sucedido”.

Pero, mientras tanto, un soldado yace muerto en un campo de batalla cualquiera, en un país cualquiera, bajo un enemigo cualquiera.

Polvo y olvido bajo la tierra y ya está. Seguimos combatiendo.

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