Desde mi ventana /
Carmen Heras

Una frase típica de esas que pululan por las redes sociales afirma que es difícil un buen viento para un barco, cuando éste no sabe a dónde va. Y viene a cuento de los quehaceres políticos de los partidos.

Vista la realidad actual yo no creo que un activismo a medida del que existiera en el siglo XX pueda servir ahora. Simplemente porque las exigencias, aunque no sean radicalmente distintas, están envueltas en un papel celofán diferente.

Hoy nadie se reconoce dentro de una clase «marginal» (salvo los muy, muy marginales) y eso hace improbable cualquier reivindicación genérica. De ahí que las organizaciones con discurso y proyectos únicamente dirigidos en esa dirección obtengan unos resultados cortos para una posible implantación social de sus doctrinas, careciendo con ello de mayorías suficientes para gobernar o para influir.

Las clases medias, que en cualquier país bien estructurado tienen un papel importante en el progreso del mismo, se han empobrecido, no sólo en lo económico, sino también en propósitos y afanes (que siguen siendo las claves de cualquier proyecto), y las generaciones jóvenes con empleos precarios tienen poca fuerza colectiva para cambiar las cuestiones generales si las suyas propias están tan inestables.

A los veteranos, nadie los considera en un sentido práctico porque tampoco nadie está interesado en «ubicarlos», con esta fiebre de modernidad errónea que asimila juventud con viveza. Así que hacen cómo que no importa y que tampoco quieren ellos colaborar en más. Su capital se desprecia y se pierde. Las jubilaciones se adelantan, pero no sirven demasiadas veces para crear o incluso mantener los puestos de trabajo existentes.

Me ha dado por pensar que todo puede haber sido perfectamente planificado. Sin caer en el tremendismo de ver conspiraciones por doquier, lo cierto es que la experiencia de vida enseña que casi nunca es el sino el que mueve la cuerda de la cometa, cuando hablamos de gestión o de economía. Así que no me resulta descabellada la existencia de una conjunción de intereses con estrategias confluyentes, que a la par de tener objetivos claros sobre la organización social que les beneficia, saben ponerse de acuerdo en la defensa de una serie de barreras, con el objeto de impedir a determinados grupos sociales el poder suficiente de cambiar las cosas e inclinar la balanza hacia otros segmentos de población o de intereses.

Y los políticos, ay, los políticos (cuando no «están en el ajo») peleando «hacia dentro», entre sus huestes, en vez de salir a trabajar hacia «afuera». No saben o no quieren, porque eso cuesta sudor e incluso lágrimas. Sin una planificación seria de lo qué desean conseguir, llevándolo únicamente al señuelo rápido de ganancias electorales (es válido quien gana elecciones), sin objetivos utópicos y máximos en el horizonte, fiándolo todo a un líder mesiánico que arregle los rotos, cuando ese no existe. Menudo desastre de planificación.

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