Reflexiones de un tenor
Alonso Torres

Remo no era su nombre, pero él entendió que así se llamaba y así le llamó desde que lo encontrara en la selva, a los pies de las montañas que dividían el territorio que más tarde conformaría el país al que bautizarían como Paltrinam, El Paltrinam, La Nación De Los Dos Océanos. Remo tocaba el tambor, era un hombre menudo, cobrizo y siempre sonreía, y don Alfonso, el capitán del destacamento cuya misión era ir hacia el oeste y llegar a la cordillera y ver qué había más allá, lo apadrinó como el que acoge bajo su caballo o carromato, en su corral o patio, a un perro que sabe hacer algo: saltar a la voz de ¡ya!, tumbarse cuando se le señala el suelo con el dedo, o morder al esclavo que ha intentado escapar de la plantación; y Remo sabía tocar el tambor de una manera que a don Alfonso le gustaba, acompasada y rítmicamente, y ello le procuraba descanso, pues a los pocos minutos su cerebro se relajaba y conciliaba el sueño, él, que nada dormía, desde que a tierras americanas llegara.

A don Alfonso lo que hasta entonces (hasta que llegó a América) le había producido más miedo en su vida de correrías militares fue el ataque que sufrió su batallón, en Berbería, de serpientes grandes, delgadas, negras, rápidas y venenosas (de los moros y piratas se reía, eran hombres como él y sabía luchar contra ellos); y recordaba muy vívidamente cómo los camelleros dispusieron a sus animales cual parapetos ante los ofidios, y cómo los mataron con palos largos y de medio grosor que llevaban exprofeso, pues tales situaciones se producían, dijeron, con asiduidad. Ese recuerdo, el ataque de aquellos reptiles, lo llevó impreso en su cerebro hasta que vio la selva, y «eso», la selva, le transformó. Profunda, húmeda, espesa, negra y amarilla, verde y roja, con alimañas invisibles, con enemigos dispuestos a la guerra, con sonidos desconocidos y agudos, desagradables y opacos. La selva.

Un día Remo le dio a probar un bebedizo, y le sentó bien, le reconfortó, luego, noche tras noche, le fue dando diferentes pócimas, y así el indio ya no solo tocaba el tambor para él, sino que suministraba alimentos (plantas, bayas, hongos, larvas, arañas, roedores, pequeños antílopes, caimanes, monos…) a sus hombres y «medicinas». Don Alfonso se hizo una herida, a propósito, en el brazo, y el nativo le restregó por allí una pequeña rana, una ranita de mierda, una «chocó». En la alucinación que siguió a este hecho su cuerpo se convirtió en anaconda (la parte izquierda) y en iwase (ciervo de los pantanos) la parte derecha. La anaconda engulló al cérvido después de estrecharlo entre sus anillos y asfixiarlo. Acto seguido apareció un jaguar que se comió a la serpiente mordisco a mordisco, tranquilamente, bajo un árbol. Finalmente el felino se perdió en la espesura. A don Alfonso también lo devoraría la selvatiquez tras descubrir la caducidad de todas las cosas, pero eso ya lo contaré otro día (o no).

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