Desde mi ventana
Carmen Heras

A priori me gusta la gente que sabe controlarse, que ejerce un estudiado control sobre sus emociones y sus actos. Son esos que reflexionan para sí mismos y son capaces de buscar la parte positiva de unos hechos o al menos, los analizan con clarividencia.

Un ejemplo variado (ya lo he escrito en otras ocasiones) lo muestran los grandes deportistas. Los buenos lo son en cualquier modalidad y se esfuerzan confiando en la disciplina. Cuando es la adecuada, los construye, los refuerza, los hace adultos llenos de posibilidades. Personas de provecho.

Esto que digo tiene mucha importancia en nuestro tiempo, donde prima el relato, la ficción sobre la realidad. Siempre han existido los “aparentadores”, esos que se esmeran en construir una “fachada exterior”, una falsa apariencia. Pero hoy se ha recrudecido su influencia sobre el común de los mortales. Es aquello de preferir un “parece” en vez de un “ser” de verdad. De ahí, esas famas tan descabelladas de individuos que nunca han hecho nada en la sociedad. Tienen el éxito asegurado, pues siempre hay quienes se sienten inclinados a “adorarlos”. Por la ropa o el coche que llevan, la casa que habitan, el lenguaje que tienen, su relato. Un relato compuesto de pormenores artificiosos, en cuya difusión (reconozcamos) son virtuosos en exceso.

Los otros, los demás, los observamos divididos en tres grandes grupos: con arrobo, con enfado, con indiferencia. Si son tan capaces de fingir hasta lo indecible en las cuestiones pequeñas, llegándose a creer, incluso, sus propias mentiras, que no harán en las grandes decisiones, esas que son capaces de cambiarte la vida. Pues lo mismo. Y con desparpajo.

Pero, amigos creo posible deconstruir un relato. Si te fijas con atención, puedes hacerlo. Y razonar sobre la experiencia. Como con la tierra, a la que, sin duda, habrá que regresar algún día para labrarla profusamente, después de tiempo y tiempo de desprecio, necesitamos volver sobre nosotros mismos para atinar con lo auténtico, rechazando las muestras de pomposidad que solo nos acarrean contradicciones.

Para ello será preciso rescatar a los sensatos, darles cancha en el juego a quienes no inventan farfulladas, ni se hacen a sí mismos barullos mentales, falsos en casi todo, inconsecuentes. A los prudentes sin alardes, moderados y generosos cuando disculpan, por mor de la costumbre, a demasiados personajes vanos de pico y raíz, y son capaces al tiempo de interpretar certeramente la realidad y la vida.

Mario Benedetti dejó escrito que es preciso defender la alegría. Defender la alegría como una trinchera. Defenderla del escándalo y la rutina. De la miseria y los miserables…De los ingenuos y de los canallas…Del relente y del oportunismo. Pues por idénticas razones se hace necesario defender la sana prudencia que permite no equivocarse o equivocarse bastante menos. Que no va injuriando al prójimo con desdenes que a nada conducen, cuando en las ocasiones duras todo se descalabra. Que ejerce la contención en los actos y en los gestos para no ofender, para no “disminuir” a otros, haciéndoles creer que nada pueden. O pueden poco, y han de estar a su servicio. Al fin y al cabo, “nadie es más que nadie” y ahí no importa la diferencia entre géneros.

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