Reflexiones de un tenor /
ALONSO TORRES
“Qué difícil es regresar a casa cuando no queda nada de ella”, más o menos esto declara John Wayne en <<Centauros del desierto>>, y qué crueldad la suya cuando le dispara al cadáver de un indio en los ojos para que no encuentre el lugar donde le esperan sus mayores. Actuaba por venganza, habían secuestrado a su sobrina, una chiquilla.
Volví a Barrio Sur (Montevideo) desertando de mi anterior vida (“en mitad de la batalla, huye”, Boudelaire scribit), y encontré un bistró, La Plática, acorde con mis ansias de seguir adelante. El garito era casi infecto, como nos gustan a los de la Brigada anti-Strahler (de ellos escapaba); el almacenaje (cajas, botellas, viandas, basura), por ejemplo, estaba agolpado junto a la puerta de los escusados, a la vista de todo el mundo, y las cucarachas evolucionaban por el suelo y las paredes a sus anchas. La barra tenía forma de “L”, y en la parte más corta de la misma, en una de las mesas de madera negra, me sentaba a mirar los coches, las mujeres, las viejas, los niños, las motocicletas, los hombres, las niñas, los jóvenes, las jóvenes, los viejos pasar a través de la cristalera; escuchaba música colombiana (cumbias, porros, vallenatos, pasillos, bambucos, joropos…) que al hijo del dueño tanto le gustaba; intentaba desentrañar las conversaciones de los parroquianos y aspiraba la fritanga ambiental.
Luís Aragonés calza un cuarenta y pico desparramao y nunca se operó del juanete
Un tipo (muchos eran brasileiros… ¡cáspita!, ¿sería este el internacionalismo que predicaba Trotsky: un garito uruguayo, música colombiana y colegas cariocas?) de los que frecuentaban el lugar, cruce de caminos entre las calles Paraguay y Maldonado, una noche, no demasiado tarde (aunque ya había cerrado la libreta de apuntes que siempre, o casi siempre llevo conmigo para apuntar qué sé yo; ese día, algo sobre la fealdad, la moral y la ética, el mal…), se acercó, y apoyando sus dos manazas en la mesa, casi me escupió, “si vos sos escritor tiene que escribir que El Zapatones ha muerto”. “¿El Zapatones?”, pregunté no entendiendo nada. “¿A vos no le gusta el balompié, no sos vos español? Pues se ha muerto don Luís Aragonés”. Llevaba, el colega, unos viejos pero lustrosos zapatos negros; un pantalón de pinzas que le marcaba todo; y una camiseta sin mangas (uufff, una especie de boxeador mestizo repeinado con cara de pocos amigos). “¿Y usted sabe por qué le llaman Zapatones al Sabio de Hortaleza?”, pregunté, y sin esperar respuesta, y pensando en mi padre (que es Atlético), me respondí a mí mismo, “porque calza un cuarenta y pico desparramao y porque nunca se operó del juanete que tiene, por eso disparaba como disparaba”. Sonreí satisfecho. El supuesto púgil me miró seriamente y dijo, “tenés que escribirlo. Y tenés una caña (de ron) de mi cuenta”. Supuse que los del Atlético son así.