La amistad y la palabra
Enrique Silveira

Me gusta caminar, como a Machado, pero no comparto su talento literario ni, por fortuna, su angustia vital. A mi alrededor transitan otros que prefieren correr, tal como yo lo hacía en tiempos, o ciclistas con artilugios cada vez más sofisticados, pero dado que he decidido vivir sin prisa, desisto de seguir su estela y continúo con la marcha que nunca provoca un cansancio extremo y que me permite utilizar la materia gris a pleno rendimiento. Suelo llevar auriculares que me aíslan del mundo al tiempo que recibo información sobre él y me aportan una sensación de agradable soledad parecida a la que deben experimentar los émulos de Jacques Cousteau. Me cruzo habitualmente con desconocidos con los que apenas intercambio una mirada leve y desconfiada, aunque a muchos los reconozco porque circulan habitualmente por esos lares. Pero hace poco coincidí con un señor de avanzada edad que me hizo recapacitar. Arreglado, es decir, con ropa con la podría pasear también por zonas más transitadas, oportuna visera que tapaba su despoblada cabeza, que el sol es maléfico, y apoyado en un bastón que apuntalaba su paso, alzó la cabeza y me descubrió a unos metros. Nuestros caminos estaban condenados a encontrarse, pero esta vez la reunión no se iba a saldar con una fugaz ojeada porque el anciano lucía una sonrisa tan radiante que hacía presagiar algo distinto a las muestras de la inhospitalidad reinante en la sociedad. No hizo falta demasiada proximidad para que emitiera un sonoro “buenos días” que de por sí nos convertía en cómplices y se adivinaba la disposición de no dejar pasar la oportunidad de hacer la mañana más llevadera a un desconocido. Me detuve y retiré los auriculares para escuchar debidamente los comentarios meteorológicos de mi improvisado amigo (por cierto, acertadísimos, que unos años de experiencia en el campo valen tanto como el mejor satélite). Una palmada en mi hombro y retorno al paseo, pero, ya repuestos los aislantes en mis oídos, no pude reprimir un espléndido gesto de felicidad que me acompañó un buen trecho.

La ancestral costumbre de saludar al prójimo se ha perdido, al menos en las grandes urbes donde cada uno hace su vida mientras ignora o desprecia la de los demás. Ocurre todavía en el campo, lejos de las aglomeraciones que te invitan al anonimato y he de reconocer que me agrada y nunca evito corresponder. No pido que nos saludemos todos ceremoniosamente; sí, sería insufrible tener la obligación de saludar inexcusablemente a todos los que pasan a nuestro alrededor en el Paseo de Cánovas -aunque lo hagamos con muchos-, pero estos encuentros te sumen en la reflexión y no puedes dejar de pensar que algunos hábitos no deberían perderse, pues son la evidencia de que la civilización aún no ha desaparecido del todo en favor del individualismo más feroz.

Espero que coincidamos de nuevo otro día; eres la prueba palpable de que el paso de los años no tiene por qué enturbiar el alma y alejarte progresivamente de los que te rodean. Preguntaré tu nombre, caminante, y juntos saludaremos a la buena convivencia.

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