La amistad y la palabra /
Enrique Silveira

Nada más llegar al bar donde solíamos acampar los sábados, me encontré con un conocido que sobrevolaba las barras como pájaro de mal augurio, de esos que rara vez protagonizaba una conversación gratificante, dada su inapelable tendencia al desbarro. Pasaba por uno de los peores momentos en la vida, pues su divorcio era todavía reciente y, como casi todos, distaba mucho de ser un camino de rosas. Se acababa de enterar de mi próximo matrimonio y, tras acorralarme, comenzó su diatriba con el empeño de que cambiara de opinión. Sin apenas dejarme hablar, comenzó el aterrador relato de todas sus desgracias conyugales, en el que casi nada faltaba: gritos, incomprensiones, desidia, refriegas y, cómo no, alguna infidelidad. Debió de pensar en ese instante que su exposición me haría cambiar de parecer y que al día siguiente, tras el debido tiempo de reflexión, repudiaría a mi pareja y le proclamaría consejero vitalicio para estas y otras cuestiones. Olvidaba, por supuesto, varias circunstancias que resultaban insoslayables: mi mujer no era la suya, ni yo él; mi decisión no se había tomado a la ligera, que con 38 años se tiene suficiente experiencia – con suerte, hasta raciocinio – para elegir y algunos piensan, erróneamente, que los incidentes que han poblado su existencia se repetirán indefectiblemente en las de los demás.

Este vaticinador desventurado confundía sus desgracias con la fiabilidad de un rito, sacramento, contrato o como quiera llamársele que en sí mismo no alberga defectos. Únicamente sirve de entorno para desarrollar las imperfecciones de los contrayentes, seres humanos y, por lo tanto, repletos de aristas que pueden convertirse en armas de enorme capacidad destructiva.

Irremediable la tendencia del prójimo a considerar su mundología como preeminente; imposible evitar los consejos de quien tiene menos capacidad que tú y, además, carece de fortuna; improbable encontrar un bar en el que no se hospede uno de estos especímenes que desconoce las palabras de Sabina (qué consejo voy a darte, yo que ni siquiera sé cuidar de mí…), inútil solicitar la absolución por haber resuelto seguir la senda que él se vio obligado a abandonar prematuramente.

Ahora, muchos años después de ignorar el gratuito asesoramiento, me encuentro en situación de estimar si la decisión fue la adecuada o hubiera sido pertinente seguir las directrices de tan entregado orientador. Que el casamiento te cambia la vida es tan obvio que no merece comentario; cae en el absurdo quien piensa que no debe modificar un ápice sus hábitos, si se ha decidido convivir con alguien. Compartes lecho, ocupaciones, disgustos, incertidumbres… y no pocas alegrías; se van sumando elementos a la comunidad, algunos muy bien recibidos – los hijos-, otros indeseados – la hipoteca-; las jornadas de pasión se convierten en instantes de regocijo (por otra parte mucho más cómodos); si antes eras habitual de ferias multitudinarias, ahora frecuentas casas rurales; desaparecen de tu rutina los cupidos, sanvalentines y demás gazmoñerías que fomenta El Corte Inglés; desconoces la oferta hostelera que antes recitabas de carrerilla; el crepúsculo te invita al recogimiento y no a la francachela y te acostumbras a recibir en las noches de invierno una cuchillada en forma de helados pies porque, desengáñate, no existe mujer que los tenga calientes.

Si ahora me encontrara con el asesor desenamorado y percibiera en mí cierta pesadumbre, seguro que intentaría endilgarme un “ te lo dije”. Pero como no es el caso, mejor transmitirle la idea de que el matrimonio es como la estrategia en el fútbol: si tienes a los mejores jugadores, da igual cómo los organices.

Para ti Raquel, por ser insustituible.

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