Patio de butacas
Felipe Fernández
Hay algo más que la extrañeza de no ver sus caras; hay algo más que no adivinar sus sonrisas o sus enfados, sus dudas o sus certezas. Atrapados entre la esperanza de un tiempo breve y la insistente realidad, afrontamos nuestro primer curso Covid con la ilusión del primerizo, con el entusiasmo del que espera lo mejor, pero se prepara para lo peor. Por eso, a pesar de los murmullos ahogados, de los sonidos ininteligibles en los pasillos y de la limitada convivencia, la Educación -como la música, como la poesía, como los colores y olores, como la vida en fin – se abre paso a empellones, exhalando con vehemencia las palabras y los conocimientos guardados durante tres interminables meses. Nada es igual, ni el decorado, ni el atrezo, ni los figurantes, ni siquiera el escenario abarrotado ahora de flechas, ungüentos y prohibiciones. Pero eso sí, el guión permanece inalterable, expectante y tenso ante el futuro, orgulloso y generoso como siempre. Somos un ejemplo y tenemos que asumirlo porque supone una enorme responsabilidad. Insertos en una sociedad erosionada por la vulgaridad y el mal gusto, atónitos ante las demostraciones cada vez más frecuentes de violencia verbal y gestual en ámbitos de responsabilidad pública, la Educación demuestra, una vez más, su fortaleza. Por encima de reformas y desacuerdos, más allá del descrédito de los que dicen representarnos, los centros educativos están dando un ejemplo de convivencia y eficacia. Mientras en otras dependencias de la administración persisten las citas previas y la deficiente atención al administrado, la docencia exhibe su afán de normalidad y confirma que la enseñanza o es presencial o no es, a pesar de las barreras, a pesar de las máscaras. Es tan emocionante recorrer los pasillos y ver a los profesionales entregados a su trabajo a través de las puertas abiertas que solo se puede concluir la invulnerabilidad de la Educación: si las sucesivas y descabezadas reformas educativas no han podido con la docencia, si el repugnante sectarismo de algunos dirigentes ha sido incapaz de doblegar la vocación de servicio, es que podemos resistir casi todo y a casi todos. No van a salir a aplaudirnos porque no lo necesitamos. Nuestra atemporal normalidad consiste en venir todos los días a nuestro trabajo y enseñar; y hablar y escuchar, y aprender y explicar. No imagino otra normalidad.