Desde mi ventana
Carmen Heras

La impotencia, esa “falta de fuerza, poder o competencia para realizar una cosa, hacer que suceda o ponerle resistencia” tiene muchas caras. A veces simplemente traduce la incapacidad de hacerse entender por otros, de poderles explicar en un lenguaje claro el propio convencimiento de algún asunto primordial.

Los humanos somos una mezcla de carga genética, educación y circunstancias vitales, así que pensamos y reaccionamos en función de todas ellas. De la influencia de cada una, y de todas en conjunto, deriva el ser humano, tal como lo conocemos, ese que se desenvuelve entre otros, ese que tiene más o menos responsabilidad hacia sí mismo y hacia ellos, más o menos interés, más o menos dosis de razonamiento para operar.

En los términos educativos que alimentaron la generación a la que pertenezco, no tenían demasiado sitio las emociones, o dicho de otra forma: se daba por hecho que a estas últimas era necesario controlarlas, para que no fueran a destruir la personalidad del educando, haciéndolo débil y enfermizo. Como en tantas otras cuestiones, los seres humanos basculan de un extremo a otro en la medida de las cosas, en vez de quedarse con el equilibrio del término medio. Quizá sea por aparecer rompedores con lo anterior, o por “matar al padre” para construirse su propia personalidad. Pero lo cierto es que ahora prima el sentimiento emocional antes que el de la razón, y la percepción (equivocada o no) de que simular estar igualados, y no hacer a nadie sentirse diferente, es un motivo lógico para rebajar la excelencia. Algo así como cuando unos padres que tienen dos hijos, uno inteligente y trabajador y el otro inteligente y vago, opacan los logros del primero para no hacer que se sienta mal el segundo. Y todo por conservar la convivencia.

El otro día reflexionaba en su crónica un escritor acerca de cómo las jóvenes generaciones de Hispanoamérica han decidido, al tiempo que bendicen el progreso en sus respectivos países, olvidarse del pasado y que eso les conduce a escribir como si este no influyera en ninguna situación de hoy. Alababa él aquella literatura en la que, sin embargo, se vuelve la mirada hacía atrás y se le tiene en cuenta, porque como ocurre con la composta -que es un producto obtenido a partir de diferentes materiales de origen orgánico, sometidos a un proceso biológico controlado de descomposición- nuestro modo de ser también es producto de múltiples factores que se interfieren y resulta absurdo desconocerlo y despreciarlo.

Sucede a veces que los que argumentamos sobre ciertos asuntos, porque aún nos importan, no lo hacemos correctamente o no lo practicamos en los sitios idóneos. A los que siempre nos ha gustado leer, nos agrada hacerlo sobre aquellas cuestiones sólidas que nos obliguen a consultar otras informaciones complementarias, en un intento de saber más y así poder comunicarnos mejor. Leer es una forma distinta de estudiar, de estar al día, de prever situaciones antes de que ocurran. La insatisfacción con algo existente, y que se intuye mejor, obliga a los humanos a buscar su propia formación al respecto. Es la autoformación continua la que nos vuelve (de alguna forma) seres “nuevos”, porque nos proporciona “alas” para volar. Aunque sólo sea mentalmente.

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