La amistad y la palabra
Enrique Silveira

No hace mucho, se podían escuchar sus pasos acelerados a lo largo del pasillo para aterrizar entre nosotros y despejarnos tan temprano que la noche aún reñía con las primeras luces. Tras la carrera, los buenos días se manifestaban de manera tan efusiva que podría dudarse de que habíamos sido los que le metimos en su cama unas pocas horas antes; después, las preguntas por los planes inmediatos, las demostraciones espontáneas de cariño y un borbotón de sonrisas para celebrar que compartimos otro día.

En el presente, escuchamos sus pasos repletos de desgana y parsimonia, casi percibimos cómo sus zapatillas limpian ese mismo pasillo antes de utilizar unos buenos días adaptados a sus pasos; desde que ha sobrepasado el metro setenta los ruidos propios de sus desplazamientos nos alertan con mayor antelación y el saludo ha ganado tanto en sonoridad como en solemnidad, de manera que no pueden confundirse con los de antaño porque más bien parecen un ejercicio de protocolo.

Esta mañana se distingue entre las demás porque hoy es 11 de febrero, su cumpleaños, y esos días no se parecen a los anteriores ni a los posteriores: un aniversario es un día especial aunque cambien los dígitos hasta no poder contabilizarlos con las dos manos. Los de la infancia cobran una relevancia inusitada y se graban en la memoria hasta convertirse en imborrables.

Es inevitable pensar que ese día será diferente, como aquellos otros que nos han traído al tiempo presente tan felices que, al recordarlos, somos incapaces de contener las sonrisas. Se puede esperar que, como en otros celebraciones, no harán falta esfuerzos para provocar risas y parabienes igual que en los años anteriores, tan predecibles porque la infancia no deja lugar a muchas dudas, salvo las que dependen del azar y del médico de familia.

Ahora bien, es preciso contar con que la evolución del ser humano es inexorable, que la adolescencia se incrusta más que llega y es la etapa menos empática y solidaria de todas las que se suceden en la secuencia hasta la vejez, por lo menos con los progenitores.
Nos enfrentamos esta mañana a la primera ocasión en la que, mientras se espera el regocijo propio de una celebración particular, la respuesta es un comentario desabrido que se hermana con las manifestaciones de los últimos meses tan alejadas de la ternura y la inocencia que se han erigido como señas identitarias durante la etapa inicial de su andadura. Y todo al descubrir que los regalos no se ajustan con total exactitud a sus exigencias, por lo que se ve, razón más que suficiente para convertir el desayuno en un drama de tintes clásicos.

Se sospechan, pero no resultan fáciles de asimilar, los momentos en los que la infancia se disipa hasta desaparecer y solo deja un amasijo de gratísimos recuerdos, muchos de ellos

inmortalizados en imágenes que no dejan lugar a las dudas; se contempla con resignación el tránsito hacia la juventud y no tienes más remedio que adaptarte a unas relaciones que, más que familiares, se asemejan al litigio constante de los políticos de orientación contraria.
Los etimólogos, los sicólogos y los padres más expertos proponen hipótesis para justificar las reacciones de los adolescentes. Los primeros te recuerdan que la palabra para definirlos proviene de ​adolescere,​ crecer, y que como en todos los procesos que comportan cambios se producen rechazos y anomalías que generan conflictos. Los segundos, tan prestos a la coartada, comentan que no se puede cambiar de etapa vital sin renegar de los parámetros de la anterior, con la que conviene romper definitivamente si se desea un nuevo estatus, y que ello suscita desavenencias difíciles de soportar, sobre todo si el pasado reciente es una interminable secuencia de instantes inolvidables que provocan una felicidad imposible de superar. Los últimos, instruidos por sus experiencias aunque inevitablemente impregnados de nostalgia, intentan consolarte con el argumento de que, tras esos años convulsos, los hijos retornan convertidos en adultos cabales y cariñosos que se preocupan más por la salud de los progenitores que de la propia, pero sin la ternura y la ingenuidad que fueron bandera de aquellos primeros tiempos.

No se puede pretender que los hijos no evolucionen y se estanquen como ocurre en las películas de ciencia ficción; no se debe desear que crezcan sin abandonar las singularidades de la infancia porque su paso por las siguientes etapas se convertiría en un vía crucis; no se puede evitar que el desarrollo se consiga a través de constantes transformaciones que arrasan particularidades que no merecen desaparecer. Y claro, los padres han de guardar los nervios en un armario, multiplicar su paciencia hasta que parezca inacabable y recordar el tránsito propio para evitar la colisión, pero ninguno podrá negar que, durante el proceso, muchas veces les ahogaba la pena.

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