Desde mi ventana
Carmen Heras

Todas las despedidas felices se parecen; las infelices lo son cada una a su manera.

Permítanme que remede el inicio de Ana Karenina de Tolstoy, aunque es cierto que el novelista habla de familias y no de despedidas. Pero si, creo que también con estas últimas se cumple el aserto.

No sé si hay muchas despedidas felices (una jubilación deseada o una pérdida de contacto con un compañeros anómalo, pudieran ser algunas de ellas). La mayoría, sin embargo, no lo parecen. Existen las sosegadas o sistemáticas, y también las abruptas, esas en las que de repente se produce una conmoción, un hecho no previsto, un terremoto, que da al traste con la costumbre, con el hacer habitual y sus avatares.

Si las despedidas infelices son tristes, las infelices y abruptas lo son aún más. Porque cuesta entenderlas. Explicarlas y desarrollarlas no suele ser fácil y el sujeto protagonista suele culparse: de una derrota, de unos colegas, de unas circunstancias, que se yo…Con el consiguiente bajón de la autoestima.

Es absurdo resistirse al dolor, la frustración o el enfado, incluso inhibirse. No funciona. Si acaso alguien lo olvidara (qué estaba en un sitio, y en el que va a dejar de estar) ya llegará algún amigo de los alrededores y algún coetáneo para recordarle lo que era y ha dejado de ser. Para explicarle lo que tuvo que haber hecho y no hizo…

Mucha gente pone tierra por medio. Cuando el trabajo ha sido exclusivo y extenuante, algunas personas optan por huir, un año, dos, una temporada sabática. Para no encontrarse con otros por la calle, para no tener que saludarles, para no leer los periódicos, que narran una nueva realidad.

Y hay que agradecer al destino si el que marcha no se convierte en objeto de algún pim pam pum de gentes primerizas y soberbias, cuando no valen mucho, no les salen los números y aun así han de responder delante del público que las ha jaleado. Buscarán los pretextos en la gestión anterior y se ensañarán. Si eso ocurre, al dolor por la separación del quehacer diario se unirá la asunción del desprecio que (al cabo) los vencedores sienten por los vencidos. Y todos cuantos formaban la nube sobre la que cada hora se aposentaba el que se despide, caerán en la cuenta de que ya no se le puede exprimir más y separándose buscaran otros sitios.

Son etapas que hay que aprender a digerir. Gestionándolas. Caminando por ellas. Toda despedida (de algo o de alguien) supone un aprendizaje y una ventana abierta a otro tipo de cotidianidad. Yo recomiendo no ponerse demasiado melancólicos, porque otros días están a punto de aparecer y lo que hace un ser humano lo puede hacer cualquier otro ser humano, cuando se empeña en reconstruirse.

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