Desde mi ventana
Carmen Heras

Los humanos solemos darnos cuenta muy tarde de lo que de verdad nos conviene. Bajo un planteamiento etéreo de cariño a la Humanidad, inoculado por nuestros ancestros, nos embarcamos en aventuras peligrosas de las que salimos cacareando y sin plumas.

La diferencia entre una necesaria autoestima y el egoísmo más exacerbado es una fina línea muy fácil de traspasar en una u otra dirección. El no diferenciarlas correctamente, o confundirlas a conveniencia, hace caminar a muchos hombres y mujeres por la senda del más puro interés personal, bajo la capa de un obligado autoconocimiento y mejora.

Mis abuelos maternos se casaron por conveniencia. Y no lo decidieron ellos sino las familias. Un buen día, sus padres se juntaron y decidieron que si unían a los muchachos, las fincas colindantes de unos y de otros se harían más grandes. Eran tiempos en los que la tierra se valoraba y en las zonas rurales quien tenía mucha, era considerado rico, dueño y señor de sí mismo y de su progenie. Aún hoy en día en los lugares donde cada quien dispone de su propia posesión para sobrevivir sin ayuda externa es mucho más autónomo de criterio que quien depende de un amo y señor que decide si cada día lo empleará o no con una peonada (de todo esto me gustaría hablar largo y tendido; lo haré en otro artículo). Pero a lo que iba: Decidieron por ellos y los casaron. Naturalmente con su consentimiento, pero a ver quién era el guapo o guapa que se oponía a lo que dictaba su progenitor en los inicios del siglo XX.

En contra de lo que pudiera suponerse fue un matrimonio feliz. El abuelo Matías era muy serio e introvertido pero muy buena gente, su palabra valía más que el oro molido y así lo atestiguaba todo el pueblo. Ella, la abuela Manuela, era abierta de carácter, muy alegre y decidida. A pesar de casarse muy joven, un año menos de los veinte, congeniaron y se entendieron. Dieron al mundo cuatro hijos, los educaron, cultivaron la tierra con la ayuda de unos cuantos sirvientes y vivieron bien. Mi madre fue la benjamina, nació un día de febrero de 1925, cuando su mamá tenía ya 40 años y fue la última en salir de la casa paterna y en compartir las confidencias de mi abuela.

Lo que quiero decir contando esta historia propia es que en este mundo el actuar por conveniencia no me parece algo negativo a priori, porque depende del según y cómo. Y de las circunstancias. Es más, hasta puede ser necesario poner unas gotas de racionalidad en cualquier emoción o trato de los que disfrutemos, siempre que el objetivo sea sano y no inmoral. Aunque como en tantas otras cuestiones se cumpla el dicho de que “en el medio está la virtud”, claro. Pues lo que no es de recibo es la tenacidad por colocarse siempre en un extremo extremoso, en la defensa única y exclusiva del interés propio por encima de todo lo demás.

Supongo que el recorrido de esto último tiene los días contados. O no. Las personas mantenemos en nuestro interior un afán de justicia y de equilibrio que nada ni nadie logran destruir. Por mucho que los avatares de la vida nos demuestren, una y otra vez, que son valores altamente improbables. En fin…

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