La amistad y la palabra
Enrique Silveira

Habíamos quedado como otros muchos días para hacer deporte. Llegó un poco tarde y cariacontecido; me alarmé. Pensaba que podría haber ocurrido alguna desgracia en la familia, que los padres ya van para viejos. Y no estaba lejos de la realidad: el perro que protegía con gallardía la parcela de su casa había dejado de respirar. Se trataba de uno de esos animales difíciles de describir por el batiburrillo genético del que hacía gala, de modos no muy elegantes, ladrador incansable y, por lo menos conmigo, de áspero carácter. Mi apesadumbrado amigo relató en unos instantes los acontecimientos más destacables de la vida del animal, exposición que escuché sin emocionarme, pero aliviado porque no consideraba fuera esta una pérdida irreparable. Acabada la crónica, me vi en la obligación de corresponder, aun cuando mi relación con el can distaba mucho de ser amistosa, así que pregunté por las honras fúnebres del finado, sin tener ni idea de lo que se suele hacer en estos casos. Desconocía que hubiera cementerios caninos o que los restos de un animal tuvieran solemne tratamiento funerario como el de los humanos, así que la propuesta no pudo ser más desafortunada: sugerí el uso de un vertedero cercano o entregarlo a las autoridades para que lo hicieran desaparecer convenientemente. Lamentable error. Nunca había visto a mi amigo tan desazonado. Dijo de mí que carecía de sentimientos, que mi corazón se había petrificado.

Días después, visité su casa como otras veces y noté cambios. En uno de los rincones del espléndido jardín lucía una lápida grabada bajo la que descansaba el compañero fiel.

No puede ser más obvio que no me llama la atención la vida animal y que nunca he contemplado la posibilidad de que alguno de sus miembros supla las relaciones que, con mayor o menor fortuna, entablo con mis semejantes. No dejan de sorprenderme las actitudes de los dueños de perros -o gatos, marmotas, ciervos u ornitorrincos- que actúan como si estos fueran parte de su familia o entrañables amigos y les colman de fervorosas muestras de cariño que harían felices a no pocos humanos. Baste una pequeña muestra: caricias que atolondrarían al individuo más mimoso, genuflexiones imposibles para facilitar el contacto con el animal, uso de un idioma idiotizado como el que se intercambia con los bebés, miradas repletas de ternura incontenible, tendencia irrefrenable por adquirir objetos y vestimentas que la naturaleza hace innecesarios y que seguro ellos desdeñarían si tuviesen la oportunidad.

En uno de los rincones del espléndido jardín lucía una lápida grabada bajo la que descansaba el compañero fiel

Debo carecer del todo de la oxitocina que se supone compartimos con los canes pues, sin ser nunca cruel con ellos, no aprecio que me olisqueen como si pretendiesen verificar con ello mis intenciones; detesto que planten sus pezuñas sobre mí, que no somos amigos de toda la vida; me trastornan sus ladridos, por mucho que sean muestra de afecto o alegría y me inquietan sus carreras a ninguna parte, por si nuestros desplazamientos coinciden y se produce un indeseado accidente. Y sus excrementos…

Debería estar acostumbrado -o resignado- a su presencia; soy consciente de que algunos piensan en una futura reencarnación tras el suspiro final y que si algo de razón tienen, cosa que dudo, podría verme ejerciendo la cuadrupedia mientras aspiro a los agasajos que de bípedo me parecieron ridículos; puede ocurrir que, acostumbrados a los humanos, usurpen nuestro privilegiado lugar en el orbe como algún cineasta pensó que podrían hacer los simios, pero creo que, aunque llegara a ser así, a estas alturas no voy a cambiar. Me arriesgaré.

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