Desde mi ventana
Carmen Heras
Recientemente he vuelto a visitar Córdoba, la ciudad que más directamente compitió con Cáceres en la pugna por ser capital europea de la cultura en el año 2016. Miradas, después de un tiempo, las cosas, aquello fue un espejismo pues las pautas que el propio decreto exigía no llegaron a verificarse y la opción que, al cabo, salió elegida, ni lo lució ni supo aprovecharlo.
Pero a lo que hoy quiero referirme es a que en aquel tiempo, el de la preparación, ambas ciudades nos mirábamos de reojo. Con desconfianza. Nada más hay que recordar el enfado de su alcaldesa de entonces con el ayuntamiento de Sevilla y su alcalde porque nos permitió hacer una exposición de pintura en sus bajos con temática cacereña. Ella lo tomó como una intromisión dentro de su territorio (Andalucía) y lo llamó y afeó tan seriamente que consiguió disgustarle.
Nunca fuimos iguales, Córdoba tenía ya entonces mayor número de habitantes que Cáceres, pero nuestro proyecto estaba muy afianzado y medido, nuestras instituciones muy involucradas con nosotros y nuestros ciudadanos había comenzado a creer en la posibilidad del título. Y (casi) todo mundo trabajaba algún asunto propio de su cosecha con el objetivo de construir unión y ayudar al quehacer común.
Nuestra esperanza estaba en el proyecto, pensado largamente por expertos e historiadores, nuestra ilusión en que realmente el esfuerzo se viera recompensado por la fortuna, dada nuestra propia necesidad de tener un verdadero revulsivo en tierras olvidadas y feudales desde siempre. El decreto decía con claridad que el título debiera premiar a quienes, mereciéndolo, hubieran de aprovecharlo bien, encontrando en la excelencia de la distinción una manera de desarrollo a través de la cultura como herramienta.
Siempre he querido quitarle hierro al asunto, pero a mi modo de ver la propia manera de trabajar de la Comisión actuó en nuestra contra. Sin una apreciación física de una ciudad es muy difícil entender en una intervención (por muy sabiamente que se haga) lo sincero y valioso de un proyecto, obligados los miembros comisionados a escuchar largas retahílas teóricas y fotográficas de todas las urbes que se presentaban. Sin verdadero conocimiento de un entorno y su historia es difícil apreciar la hondura y propiedad de lo señalado. Y al cabo, otros parecieron ser los hilos que movieron las posibilidades, y no tanto un proyecto forjado y perfecto de identidad.
Pero no es a esto a lo que quiero referirme ahora sino a la distancia social y cultural que he encontrado en el momento presente entre las dos ciudades. Tremendamente infinita. Frente a Cáceres, rezagada y vuelta una y otra vez sobre sí misma, aparece Córdoba llena de vigor y bullicio por todos sus costados. Una parte antigua llena de encanto y de gente, una simpatía continua, unos monumentos seriamente realzados, vestidos y utilizados. Sin duda el carácter andaluz ayuda, pero los pequeños comercios, las teterías y restaurantes, los centros de interpretación, las terracitas, los hermosos patios cordobeses forman un conjunto multicolor lleno de vida. Eso por no hablar de su buque insigne cuál es la Mezquita llena de gente, a cualquier hora del día, hasta la bandera…
Cierto es que si hay multitudes hay más demanda, pero también es cierta la viceversa, he sentido una sana envidia, de veras.