El iceberg – Microrrelatos
Víctor M. Jiménez

En los últimos años había terminado de sepultar el mal carácter que siempre vistió como coraza para ahuyentar a los demás. Ahora su mirada suspicaz y agresiva se había transformado en un nido de plumas tibias. Solterón por pereza y por falta de vocación para otra cosa, llevaba tiempo retirado de sus obligaciones laborales, que lo habían sido todo, y vivía envuelto en la monotonía tranquila del final del otoño y de sus sombras.

Pasaba la noche junto a la chimenea, acompañado de un buen libro y de su güisqui favorito, cuando un sonido extraño que provenía del suelo del salón le hizo pensar en la aventura que siempre había ansiado. Puso atención, por encima de la música monocorde que emitía el péndulo incansable del reloj de pared, y distinguió sin esfuerzo el canto suave de una voz juvenil. No tenía miedo, hacía mucho que había decidido enterrar sus temores más inconfesables bajo las losas gruesas de la memoria.

Se apoyó con firmeza en su bastón y se dirigió hacia el origen del misterio. Encendió la luz del sótano y las escaleras polvorientas le invitaron a sumergirse entre los recuerdos que allí atesoraba. Junto a la estantería del fondo, un muchacho de apenas quince años le sonrió en una vieja fotografía. En ese momento vio huir, por el ventanuco que daba al jardín, a la familia de fantasmas que le había atormentado en otra época.

Algo en su interior le dijo que había firmado la paz consigo mismo y que, destrozadas las amarras, había llegado el momento de prepararse para el viaje.

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