La amistad y la palabra
Enrique Silveira

Desde el rincón en el que me habían ubicado no veía a mis padres, pero sabía que estaban allí. Por nada del mundo se hubieran perdido la graduación de su primogénito, ese niño retraído, ensimismado, de rostro candoroso que había convertido la casa en una factoría de momentos inolvidables. Ese niño que fue creciendo, transformándose, sumando nuevas experiencias que iban erosionando su niñez hasta dejarla repleta de aristas tan vivas que casi nadie podía acercarse a él, convertido en turbulento adolescente, distante, lacónico, con un tono áspero y belicoso. Los vi. Claro que estaban. Estiré el cuello disimuladamente para no perder el orden marcial con el que aguardábamos – un poco nerviosos, un mucho emocionados- el momento de la entrega del título. Lucían una sonrisa que no reconocí en ellos de tan resplandeciente y deslumbrante; me satisfizo tanto que les devolví el gesto a sabiendas de que no podrían advertirlo.

Me parece imposible haber llegado hasta aquí. Soy el primero de los Bejarano que consigue un título universitario. Hace unos pocos años transitaba por esta vida sin saber si encontraría un sitio donde instalarme, apesadumbrado, apático, enfurruñado. Y lo peor es que la placidez pasaba constantemente a mi lado, casi me rozaba, pero jamás se acomodaba cerca.

De repente apareció Agustina. No era la primera chica en la que me había fijado, pero sí fue la primera a la que no asusté. Desde el principio se dio cuenta de que los bordes espinosos que me rodeaban no pasaban de ser un envoltorio defensivo del que ni siquiera yo era consciente. Supo atravesarlo sin apenas esfuerzo, con una sonrisa como arma, y el entramado protector se desmoronó de súbito, como si llevara tiempo esperando ese momento. A partir de entonces todo cambió. El instituto, que había sido un suplicio constante, pasó a ser un lugar de encuentro en el que las relaciones eran cada vez más fluidas y satisfactorias. Hablaba con compañeros con los que había convivido desde la niñez, pero hasta esas semanas resultaban auténticos desconocidos. Las mañanas no dejaron de ser largas, algo aburridas, aunque ya no eran asfixiantes, irrespirables. Incluso en ocasiones algunas de las materias despertaron mi curiosidad, ante el asombro de los profesores, habituados a mi desidia. Llegaron entonces los aprobados, las felicitaciones y los veranos de verdaderas vacaciones, sin pensar en los exámenes de septiembre. El de Lengua se sorprendió el día en el que, tras declamar unos versos que en otro tiempo me hubieran hecho bostezar, me notó conmovido. Desde ese instante, Neruda me acompaña, escondido en la trastienda, para remover mis entrañas si me hace falta energía. Habría que ver su cara si supiera que, no mucho tiempo después, seguiría sus pasos en la facultad de Filología.

Hay personas que emiten luz y alumbran a otras que tienden a vivir entre tinieblas. Cuando se aproximan, el camino que antes no veías, aunque estuviera ante tus narices, aparece dispuesto para ser recorrido. Con luz sonríes, hablas con los que pasan a tu lado y los escuchas, no percibes hostilidad, aprendes de lo que acontece y duermes tranquilo pensando que el día venidero será al menos tan bueno como el que acaba de terminar. Me lo habían contado muchas veces y no quise escuchar. Alguien se deslizó ante mis ojos y quiso quedarse, pero todo habría cambiado mucho antes si, en aquellos días de oscuridad, hubiera podido ver esa sonrisa de mis padres.hubiera podido ver esa sonrisa de mis padres.

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