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Desde mi ventana /
Carmen Heras

El encontrar el propio pensamiento en otras voces es un sentimiento guapo. Tropiezo con la frase de Gaudí, el genial arquitecto del Templo de la Sagrada Familia en Barcelona: «Para hacer las cosas bien hace falta, primero el amor a ellas, segundo la técnica». Llevo diciéndoselo a los alumnos tres semanas seguidas.

A veces tengo la sensación de que me repito y me repito y vuelvo a repetirme. Como las caras de un balón que casi siempre son la misma cara. De veras.

Desde que alcancé cierto grado de madurez profesional lo he sabido: a cualquier oficio lo hace bueno la técnica, pero antes las ganas de hacerlo. Si además hay gotas de «sangre artística» en las venas, mejor sobre mejor.

De los tiempos en los que se pusieron de moda las sevillanas, yo recuerdo a muchos compañeros intentando aprenderlas. Recibían clases particulares en las academias de baile (o en otras creadas al efecto) y «echaban» allí varias horas. De manera sistemática. Como quienes acuden al gimnasio. En honor a la verdad he de decir (¡esas manos!) que nunca habrían podido ser grandes figuras, pero lo intentaban y, aún careciendo del gracejo natural del niño que lo vive desde la cuna, hicieron sus pinitos de un modo que a los demás nos resultaba enternecedor.

Me he preguntado muchas veces si el tiempo vital y sus circunstancias hace a las personas o si son éstas las que construyen ese tiempo; cuánto hay de azar y cuánto de prospección. Esta etapa contemporánea está siendo dura de veras. Han saltado demasiadas convicciones por los aires y nadie ha recogido los trozos rotos para unirlos.

Así que unos caminan sin referencias (que nunca quisieron) y otros (que las tenían) se han quedado sin ellas. En momentos más crudos que el petróleo, con individualidades de vista exclusiva hacia su ombligo. Con proyectos sociales de escaso altruismo, la mediocridad se ha hecho dueña de muchos lápices y bolígrafos.

Y puestas así las cosas ha sido preciso bajar las expectativas en muchas y variadas situaciones. La crisis económica ha llevado a una cierta decadencia en las costumbres y en las normas rutinarias que no han sido sustituidas por nada. La amoralidad, casi, casi, lo copa todo. Lo hecho, hecho está, pero ¿cómo salir del impasse?

Para aprender de los errores es preciso ser consciente de ellos y se necesitan intuición y razón trabajando al unísono. No es fácil en tiempos de asonadas cainitas que vienen a ratificar viejas conductas, sagaces pregoneras de la deslealtad a tope, en un intercambio de papeles de unos y otros, cuya visión reconoce al cínico pragmatismo de quién hace una cosa o la contraria, según le interese. Sin reglas morales o políticas preestablecidas. Sin mala conciencia. ¿El fin justifica los medios?

Y como casi nunca los árboles dejan ver el bosque y no somos demasiados sintéticos, he aquí que se busca dar realce a lo que es mera geometría con ausencia de lógica que estructure y relacione. Y claro, es complicado porque genios como Antoni Gaudí Cornet se pueden contar con los dedos de una mano. Y sobran.

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