Desde mi ventana
Carmen Heras

¿Que cómo viví yo el apagón? Con desconcierto. Acababa de llegar de un largo viaje y mi mente y mi cuerpo aun no habían olvidado el lento trasiego de maletas, personas y trámites, vivido durante la víspera en el aeropuerto, cuando ocurrió. “Menos mal que ya estoy en casa (pensé) por poco no me coge todo este asunto en mitad del desplazamiento y me obliga a pernoctar en Madrid, por falta de transporte”.

La idea me reconfortó pero no me alivió. Mientras tanto, me había sentado ante la mesa de la cocina oyendo la radio. El aparato, prehistórico y con pilas, llegó de la Línea de la Concepción en una lejana época de mi vida y ahí sigue inalterable, duro como el acero, siempre prestando un buen servicio. Porque nunca lo arrinconé.

“Ponga usted la radio, me dijo conmiserativo el muchacho de la oficina de la Comunidad cuando, al cabo de una hora de que no volviera la luz, llamé por si ellos sabían las causas de la avería. No tiene usted luz, ni tampoco nadie de España ni de la mitad de Portugal”. Los jovenes de las oficinas te hablan como si fueras una viejecita asustada y casi boba que ha perdido los reflejos y no tiene ningún saber.

Y entonces la puse, Radio Nacional de España. Allí, un experto enhebraba argumentos explicativos sobre la marcha, aunque a la postre acabase diciendo que lo ocurrido era insólito e inexplicable, que las causas no se vislumbraban y la paciencia y buen rollo, una virtud humana aconsejable en estos casos como un mal menor. Para no “morir” de ansiedad.

La incertidumbre era muy evidente. O no sabían o no querían explicarlo, pero todo ello no me trajo la paranoia. A pesar de que aún había mucho sol, con calma saqué dos velas de uno de los armarios de la cocina y una caja de cerillas, coloqué todo encima de la mesa y me dispuse a esperar.

No salí a la calle, ni a la tienda a por agua y papel higiénico (reacción humana, por lo visto propia de estos casos y que muchos tuvieron), ni a pasear para entretenerme. Mi instinto me pedía quedarme en casa, guarecida, expectante. Y me quedé sentada anhelando, eso sí, la normalidad que se nos había hurtado, los mensajes que no entraban, las llamadas que se interrumpieron, totalmente vacía, otra vez en guardia, como durante el viaje.

Cené un par de yogures. Para entonces ya había vuelto la luz. Pude comunicarme con el exterior. La radio hablaba del civismo de la gente que en las grandes capitales transitaba las calles, hablando y riendo como si tal cosa (decía la consabida propaganda), haciendo fila a la puerta de los expendedores de hamburguesas, tomando cerveza en las terrazas. Como si hubiera sido posible (pensé yo) hacer algo muy distinto, en medio de la oscuridad.

Hay quien opina que la cosa tuvo su parte mágica, pues volvimos a reencontrarnos los unos con los otros y las muestras de solidaridad fueron ingentes. Vana poesía para un hecho que a todos nos pilló de improviso, fruto (según dicen) de la eterna avaricia de los hombres y mujeres (y de su incompetencia). No hay nada por lo que vanagloriarse, ni que celebrar. Resistimos porque no queda otra, porque pudo ser peor, porque no se puede romper con el sistema…yo que sé. Pero válgame Dios en que manos estamos…Y cuanta dependencia la que tenemos…tan débiles.

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