La amistad y la palabra
Enrique Silveira
Sospechaba Juan que aquel día no acabaría sin que se produjera una de esas discusiones que marcan las relaciones entre compañeros para mucho tiempo. Y presagiaba quién sería la protagonista del desagradable acontecimiento. Durante las últimas semanas, algunas tareas de responsabilidad común no se habían realizado de manera precisa y la jefa no tardaría en exigir mayor eficiencia: el conflicto estaba servido. Irene y Juan nunca habían llegado a ser amigos; trabajaban juntos desde hacía siete años, pero predominaban más entre ellos las disputas y los desencuentros que los momentos de regocijo. Era Irene una de estas mujeres reivindicativas, algo susceptible, siempre dispuesta para la pugna y un poco incómoda pues parecía disfrutar de los enfrentamientos, mientras que ofrecía con cuentagotas una hermosa sonrisa que le iluminaba la cara. Tras una reunión en la que se marcaron nuevas directrices y se señalaron responsabilidades, salió Irene enfurecida porque creía haber sido maltratada injustamente; no tardó en emplear sus improperios habituales, pero siempre dejaba para el final la joya de la corona: machistas, injuria con la que se refería a hombres y mujeres, estas en calidad de colaboradoras imprescindibles y
La eficacia no depende del género con el que te asomas al mundo
aquellos como responsables de los delitos más deleznables solo por su género y educación, y con la que se iniciaba un litigio de grandes proporciones. En lo que a él competía, nunca había entendido Juan la acusación, pues se había criado en un hogar dirigido por padres de otro tiempo que, sin ambages, magnificaban la pertenencia al género masculino, pero entre cuatro hermanas muy beligerantes, capaces de revertir la tendencia tradicional a fuerza de justas e indesmayables reivindicaciones; había estudiado una carrera en la que los hombres apenas llegaban a ser la octava parte del alumnado y en la empresa en la que siempre había trabajado tres de sus cuatro jefes habían sido mujeres. Por todo esto y porque el sentido común, del que se sentía bien pertrechado, le dictaba que nadie era mejor ni peor por cuestión de sexo, las andanadas de Irene le resultaban inadmisibles. Aceptaba Juan su condición humana, lo que suponía estar adornado con un buen número de defectos, pero ser acusado de machista le parecía simplista, arbitrario e inaceptable. En apropiada reciprocidad debería Juan insultar a Irene denominándola feminista, pero repudiaba el término porque definía a personas que no eran en absoluto de su gusto: en las que había conocido predominaba más un afán de venganza, de desquite, que un deseo de justicia, de reparación de lo abusivo y, además, prevalecían en ellas los malos modos, el enfurruñamiento y el alboroto como método de comunicación. Por ello desdeñaba ese vocablo durante las habituales colisiones, a pesar de que Irene se autoproclamaba así cada vez que tenía oportunidad, como si la expresión solo contuviera rasgos enorgullecedores y careciera de imperfecciones. Entendía Juan sobradamente que las actividades del ser humano no debían estar asignadas por sexos y que era de zopencos pensar que la mujer, por el simple hecho de serlo, arrastrara insuficiencias insoslayables; había comprobado que la eficacia no depende del género con el que te asomas al mundo y notaba que aún quedaban sectores de la sociedad en los que estas consideraciones no estaban del todo asumidas.
Pero pensaba Juan que los errores requieren soluciones, que el machismo se vence con igualdad y que el feminismo revanchista de Irene estaba igual de alejado o más de esa equidad que debe ser bandera de una sociedad que se precie. Se le pasaba a menudo por la cabeza que se llevarían mejor si Irene usara más esa reluciente sonrisa en vez de fruncir constantemente el ceño, como suelen hacer esas feministas que, hace ya tiempo, dejaron de buscar justicia.