Historias de Plutón
José A. Secas

Ese día, estaba ansioso por devorar la merienda de pan con chocolate. Cuatro porciones, con suerte. Otras veces, había para merendar, margarina con azúcar o fuagrás, como se nombraba al paté de hígado. Su madre no le dejaba salir pitando a la calle sin comer algo ni hacer los deberes. A veces merendaba, en casa, con algún hermano o amigo, tostadas con aceite, galletas o pan migado en leche, con o sin cola-cao. Se demoró un poco más de la cuenta con el problema de matemáticas, de planteamiento peregrino e inverosímil, que no alcanzaba a comprender, y ya le esperaba su alimento sobre la mesa de la cocina. Aquella vez, no metió las tabletas de chocolate, a presión, entre la miga esponjosa del cacho de pan. Cuando le faltaban dos muerdos, a su madre – “Fofo, no corras”- se le ablandó la disciplina y permitió que adelantará el encuentro con su amigo, que le esperaba en el portal. Llevaba las manos ocupadas y el balón debajo del brazo. Bajó las escaleras tan rápido como pudo y sonrió, con la boca llena, a Juancho. Era de los pocos días que los chicos de la plazuela de al lado venían a echar un partidino de fútbol a su calle. Estaba muy contento. Jugaban en su casa y con su balón. Como el número de niños era desigual, su amigo y él, echaron pié, después de rodearse de los asiduos, y eligieron a los últimos chicos para terminar de completar los equipos. Disputaban un partido igualado y emocionante, con alternativas en el marcador y muchos goles; hasta que vinieron los mayores. Antes de que apareciera toda la pandilla, unos cuantos, se metieron a tontear, a chupar y a abusar y, cuando quisieron, los echaron del campo. Y ya está. Era así.

Algunos volvieron a casa y, los de la otra calle, regresaron a su campo. Adolfo Ruiz Leo y su amigo Juan Ignacio Moreno Talavera -cosas de pasar lista-, decidieron descartar una partida de bolindres (de puji) y retirarse a observar al sexo contrario. Había pasado ya la moda de la cuna (con cordón y dedos ágiles) y de jugar a las mariquitas, y a algunas niñas también le gustaba la actividad física. Jugaban espectacularmente a la pared (con una pelota que rebota) o a saltar la goma cada vez más alta, y no les importaba mucho que se le vieran las bragas. Lo que más le gustaba a Fofo y a Juancho era verlas jugar a las palmas y aprender sus canciones. Ambos tenían hermanas (mayores Juancho y pequeñas Fofo) y practicaban con ellas en la intimidad de sus hogares. Tenían el esparrin muy a mano, y el atractivo que suponía el ritmo y las canciones, les cautivaba. A veces, hasta se atrevían a jugar con las niñas en la calle y darse el gusto de perder (merecidamente), asombrarse con su destreza y relacionarse; simplemente. Como a cierta edad, la inocencia y la naturalidad permiten aún una libertad inconsciente y pura, no pensaban ni asumían, que el mundo de los adultos, los había ya etiquetado desde que nacieron, y que algunas actividades estaban reservadas.

Fofo y Juancho eran el gordo y el gafotas de 3º-A (porque eran de inglés). Nadie del entorno asumía su circunstancias como una desgracia. El discurrir de sus vidas era tan normal como el de cualquier niño de familia numerosa -muchas- de los años sesenta. La existencia superaba al drama. No había perdedores y seguidores, ni triunfadores y líderes. Se tenían a ellos y era suficiente. Sobrevivían, como cualquiera, rodeados de más niños semejantes a ellos, pero también etiquetados. Muchos de su generación, hoy  aprenden a ser abuelos, fueron jóvenes en los ochenta (la mejor época para serlo) y ven su futuro con toda la incertidumbre que nunca tuvieron en su niñez. Otros, mantienen esperanzas y distribuyen optimismo o ya han tirado la toalla y desprenden amargura. Los más, siguen buscando su camino y con quien comerse el chocolate. Estos niños crecidos, miran hacia atrás y atienden la paz, la libertad, la confianza y la ilusión del tiempo y el lugar donde crecieron, y se pierden en los extremos a los que nos somete la cruel actualidad virtual y encerrada. Estos hombres y mujeres maduros, están en ese lugar donde mides en metros la altura (hacia abajo o hacia arriba) desde donde miras. Algunos -afortunados- detienen la vista en los más próximos y se sienten iguales, aún amparados por esos sentimientos que les iluminaron la niñez. Cualquiera de ellos (de nosotros) todavía puede, incluso, salvar el mundo o condenarse por su mala conciencia. De momento, Don Adolfo va a ser juzgado esta semana por prevaricación y, ni sus amigos, van a salvarle de la cárcel. Por otro lado, Juan Ignacio, también en esta semana, comunicará a sus hijos que es homosexual. Por fin. La vida sigue.

Artículo anteriorQuesería Doña Francisca, ganadora de la XX Cata Concurso Torta del Casar
Artículo siguienteEl IMEX rechaza de pleno la trata de seres humanos

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí