Historias de Plutón
José A. Secas

El ambiente es futurista “cercano”; tipo Blade Runner pero quizás un poco más decadente. No hay marcianos con la cabeza de huevo y tipos estrafalarios con hombreras plateadas. Es un futuro inmediato. El tono es oscuro y la luz muy contrastada; no como la foto icónica del Che, pero casi. La acción ya está en marcha: Se sitúa en un parque de una gran ciudad, humeante y abandonada a su suerte. Es la hora del ocaso. Se destacan las siluetas y los perfiles, las luces y las sombras. Desde un plano abierto cenital observamos a dos jóvenes caminando y hablando. Ambos delgados, de aspecto cansado, ropa descuidada, de mirada intensa y algo triste. “¿Eres voluntario?” pregunta uno de ellos. Ante la respuesta afirmativa, el otro se ofrece para ayudar. “Ven conmigo”, responde. Del parque pasan a un suburbio. Entran, por la parte más alta, en un gran auditorio. Las gradas están repletas de hombres y mujeres sentados, callados, encerrados en sí mismo, enfermos, heridos… Se ha hecho de noche. Hay luna casi llena. Suena un mugido: Muuuuu.

Bajan, desde lo alto de la grada, entre despojos de seres humanos. Todos miran a un edificio lejano, simple, oscuro, sin ventanas y con una puerta pequeña por donde se escapa una luz mortecina. El voluntario se fija en las manos de una mujer joven. Una de ellas tiene solo dos dedos y está totalmente abierta y descarnada. Trata de taparla con la otra, envuelta en unos mitones raídos y sucios. -“Mira esta, está fatal”-. El voluntario la coge en brazos. La mano cae, como muerta, al lado del cuerpo. La herida de su mejilla nace en el párpado inferior y casi deja ver el hueso de la mandíbula. El labio le cuelga negro, quemado. Tiene más heridas abiertas en la frente, en la barbilla, en el cuello. Bajan la grada camino del edificio. Se oye de nuevo un mugido: Muuuuuu.

El grupo entra a una sala vacía con paredes mugrientas y suelo más sucio aún. Hay manchas de sangre. Al fondo, una escalera estrecha, sin barandilla ni pasamanos, sube, casi de lado a lado de la habitación, hasta una terraza a cielo abierto con luna triste y nubes negras. En medio hay una piscina vieja, como todo, donde un líquido más denso que el agua burbujea y humea levemente. -Muuuuuu-. El voluntario deposita a la chica en su interior con exquisita delicadeza. La baña. Aparece una mujer de mediana edad con bata. Está sana, como los jóvenes. “¿La has traído tu?”, pregunta. “No, ese”, responde mirando al voluntario que lava a la mujer. “Está fatal”. De nuevo se escucha una vaca: Muuuuuuu.

Miradas escrutadoras, frías y cálidas a la vez. Entorno pobre, simple, casi limpio, triste. La mujer pregunta: “Tú, ¿eres nuevo?”. “No, vengo con este”, responde el muchacho. El voluntario sigue lavando a la chica con atención amorosa. La mujer pregunta de nuevo: “¿Sabes arreglar bombas de agua?. El joven niega con la cabeza. “¿Qué puedes hacer?”. Entonces, saca del bolsillo una boquilla de trombón. Sopla fuerte y emite un potente sonido similar al mugido de una vaca. De pronto, la chica enferma, a voz en grito, muge degarradoramente: Muuuuuu. La mujer madura sonríe, triste. El voluntario sonríe abiertamente. El joven sopla de nuevo por la boquilla. La joven enferma vuelve a mugir. La ciudad triste muge. Muuuuuuu. Muuuuu.

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